CORNEILLE
EL CID
CUARTA EDICIÓN
ESPASA—CALPE, S. A. MADRID
Ediciones para la
COLECCION AUSTRAL
Primera edición: 30. —III — 1939
Segunda edición: 21. IX .1948
Tercera edición: 30 — Xl — 1966
Cuarta edición: 12 — III — 1977
Traducido por Miguel Pérez Ferrero y
Santos Torroella
© Espasa—Calpe. S. A., Madrid, 1948
Depósito legal: M. 5.891,—1977
ISBN 81—199—Q818—5
ÍNDICE
PERSONAJES
DON
FERNANDO, primer rey de Castilla.
DOÑA
URRACA, infanta de Castilla.
DON DIEGO,
padre de Rodrigo.
DON GÓMEZ,
conde de Gormaz, padre de Jimena.
DON
RODRIGO, pretendiente de Jimena.
DON
SANCHO, pretendiente de Jimena.
DON ARIAS,
el Conde.
DON
ALONSO, gentileshombres castellanos.
JIMENA, hija
de don Gómez.
LEONOR, dama
de compañía de la infanta.
ELVIRA, dama
de compañía de Jimena.
UN PAJE de
la infanta.
La
acción se desarrolla en Sevilla
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
Jimena, Elvira
JIMENA.—Elvira, ¿me lo has declarado todo
sinceramente? ¿No me escondes nada de cuanto te ha dicho mi padre?
ELVIRA.—Aún se hallan todos mis sentidos
arrobados; aprecia a Rodrigo tanto como lo estimáis vos, y si yo no me excedo
al leer en su alma, estoy segura de que os ordenará que consintáis en su amor.
JIMENA.—Dime, pues, te lo ruego, una vez
más lo que te ha llevado a creer que aprueba mi elección: hazme saber
nuevamente qué esperanzas son las que debo concebir; tan grato discurso nunca
se escuchará con exceso, ni puedes sobrepasarte al prometer a las llamas de
nuestro amor la gozosa libertad de mostrarse a la luz del día. ¿Qué es lo que
te ha sorprendido acerca de las ocultas intrigas que han llevado a cabo en
torno a ti don Sancho y don Rodrigo? ¿No habrás hecho ver demasiado la
desigualdad que existe entre estos dos pretendientes y que hace que me incline
en favor de uno de ellos?
ELVIRA.—No; he descrito vuestro corazón tan
indiferente que no colma ni destruye las esperanzas de ninguno de ellos, y que,
sin mirarles con ojos demasiado favorables ni severos, espera la orden de un
padre para escoger un esposo. Tal conducta le ha encantado, como me han dado
testimonio de ello tanto su rostro como sus labios, y puesto que es necesario
referíroslo una vez más, he aquí lo que acerca de ellos y de vos me respondió
al instante: «Obra como debes; los dos son dignos de ella, de sangre noble,
valerosa y fiel; son jóvenes, mas hacen que pueda leerse fácilmente en sus ojos
la esplendorosa arrogancia de sus antepasados. Sobre todo don Rodrigo no lleva
en sus facciones sino los rasgos que configuran a un hombre de grandes
alientos, y procede de una familia tan pródiga en guerreros que nacen en ella
entre laureles. El valor de su padre, sin igual en su tiempo, en tanto se halló
con fuerzas, se tuvo por maravilla; las arrugas sobre su frente han grabado sus
hazañas, y todavía nos hablan de quién fue antaño. Espero tanto del hijo como
he visto en el padre, y mi hija, en una palabra, puede amarle y complacerme.»
Iba al consejo y al hacérsele tarde ha quedado interrumpido este discurso que
no hacía más que comenzar; mas después de estas cortas frases creo que no es
dudoso hacia quién se inclinan sus preferencias respecto a esos dos
pretendientes. El rey debe escoger un ayo para su hijo, y es a él al que
corresponde tan honroso cargo: la elección no es dudosa, y su insólita bravura
no da lugar a que se tema concurrencia de ninguna especie. Puesto que le hacen
inigualable sus hazañas estará sin rival en tan justa pretensión; y puesto que
don Rodrigo ha decidido a su padre, al salir del consejo, para que proponga la
cuestión, abandono a vuestro criterio el juzgar de cómo aprovechará su tiempo y
de si quedarán satisfechos todos vuestros deseos.
JIMENA.—Sin embargo, mi alma turbada parece
no querer admitir esta alegría y se encuentra llena de inquietud: un' solo
instante confiere a la fortuna rostros diversos y en medio de tanta dicha temo
algún infortunio.
ELVIRA.—Felizmente habréis de ver que es
injustificado ese temor.
JIMENA.—Sea como quiera, vayamos a esperar
el resultado.
ESCENA SEGUNDA
La Infanta, Leonor, un Paje
LA INFANTA.—Paje, id a advertir a Jimena de
mi parte que hoy se retrasa un poco por verme y que mi afecto se queja por su
pereza.
(Sale el Paje)
LEONOR.—Señora, siempre os inquieta el
mismo deseo, y cada día, al entrevistaras con ella, os veo preguntarle por su
amor.
LA INFANTA.—Y no es sin motivo: casi la he
obligado a recibir las flechas que la han herido. Ella le ama; por mi mano le
llevé don Rodrigo y soy yo quien le ayudó a él a vencer sus desdenes: habiendo
así forjado las cadenas de estos dos amantes, debo tomarme interés en que concluyan
sus trabajos.
LEONOR.—Señora, a pesar de todo, entre tan
felices resultados, mostráis una preocupación que llega hasta a hacerse
excesiva. Este amor, que a los dos colma de alegría, ¿es el causante de la
profunda tristeza de vuestro corazón?, y el gran interés que os tomáis por ellos ¿es el que os hace
desgraciada cuando ellos son felices? Mas voy demasiado lejos y resulto
indiscreta.
LA
INFANTA.—Se redobla mi tristeza teniéndola oculta. Escucha, al cabo, cuánto he
combatido, es cucha qué ataques desafían aún mi fortaleza. El amor es un tirano
que no desdeña a nadie; amo a ese joven caballero, a ese amante que yo misma he
cedido.
LEONOR.—¡Vos
le amáis!
LA
INFANTA.—Pon tu mano sobre mi corazón y mira cómo tiembla, cómo le reconoce al
nombrarle.
LEONOR.—Perdonadme,
señora, si os pierdo el respeto al condenar esta pasión. ¡Olvidarse de sí misma
tan gran princesa hasta el extremo de dar entrada en su corazón a un simple
caballero! ¿Y que dirá el rey? ¿Qué dirá Castilla? ¿Recordáis aún de quién sois
hija?
LA INFANTA.—Tanto
lo recuerdo que verteré mi sangre antes que humillarme a desmentir mi rango.
Podría responderte que en las almas nobles solamente el mérito tiene derecho a
engendrar pasiones, y si la mía tratase de excusarse, mil cé lebres ejemplos
podrían autorizarla, mas en modo alguno quiero llegar hasta donde mi reputación
se comprometa; la sorpresa de que han sido víctimas mis sentidos no abate mi
firmeza, y me repito siempre que, siendo hija de rey, tan sólo un monarca es
digno de mí. Cuando he visto que mi corazón no podía defenderse, yo misma he
sido quien ha entregado lo que no osaba tomar. He puesto, en vez de mí, a
Jimena entre sus brazos, y he atizado sus ardores para apagar los míos. No te
sorprendas más, pues, si en tortura mi alma espera con impaciencia su himeneo:
ya ves cómo de él depende hoy mi sosiego. Si
vive de esperanzas el amor, con ellas perece; es un fuego que se extingue por
falta de leña, y a pesar del rigor de mi triste destino, si Jimena tiene para
siempre a Rodrigo por esposo, morirá mi esperanza y se curará mi corazón.
Entretanto, sufro increíbles tormentos: hasta ese himeneo Rodrigo podrá ser
amado por mí; trabajo por perderle y le pierdo con pesar; ésta es la causa de
mi oculto dolor. Veo con tristeza que el amor me obliga a suspirar por lo que
desdeño; noto que mi alma toma dos partidos contrarios: si es firme mi
voluntad, se halla inflamado mi corazón; ese casamiento es fatal para mí, lo
temo y lo deseo: no puedo esperar sino una alegría incompleta. Mi reputación y
mi amor son tan fuertes que muero si se lleva a cabo, tanto como si no se
realiza.
LEONOR.—Señora,
nada tengo que deciros tras todo esto, si no es que sufro con vuestros pesares;
antes os condenaba y ahora os compadezco; pero, puesto que en un mal tan dulce
y tan doloroso vuestro honor combate a la vez su atractivo y su fuerza, rechaza
sus embates y evita su seducción, él devolverá la calma a vuestro espíritu
indeciso: esperad lo todo de él y de la ayuda del tiempo; esperadlo todo del
cielo: es tan justo que no ha de dejar a la virtud en tan prolongado suplicio.
LA
INFANTA.—Mi nuis dulce esperanza está en no tenerla.
EL PAJE.—Por vuestra orden Jimena viene a
veros.
LA INFANTA.—( A Leonor.) Id a
entretenerla un momento.
LEONOR.—¿Queréis permanecer en vuestros
delirios
LA INFANTA.—No, quiero tan sólo, pese a mi
desesperación, devolver un poco de calma a mi semblante. En seguida os seguiré.
(Sola.) Justicia del cielo, de quien aguardo el remedio a mis cuitas,
pon término, al cabo, al mal que me posee; afirma mi reposo, sostén mi honor.
En la felicidad ajena busco la mía propia. En este himeneo tres personas se
hallan interesadas; haz que se realice más pronto o que sea más fuerte mi alma.
Juntar a esos dos enamorados con los lazos conyugales es romper mis cadenas y
concluir mis tormentos. Mas, me estoy retrasando ya; vayamos al encuentro de
Jimena para que se alivie mi pesar con su entrevista.
ESCENA TERCERA
El Conde, don Diego
EL CONDE.—Sois vos quien ganáis al fin, y
el favor del rey os eleva a un rango que sólo a mí me correspondía: os hace ayo
del príncipe de Castilla.
DON DIEGO.—Este timbre de honor que concede
a mi familia demuestra a todos que es justo y pone de manifiesto que sabe
recompensar los servicios pasados.
EL CONDE.—Por grandes que sean los reyes,
son lo mismo que nosotros: pueden equivocarse igual que los demás, y esta
elección comprueba a los cortesanos que no sabe pagar bien los servicios
presentes.
DON DIEGO.—No hablemos más de una elección
que os contraría: el favor ha podido decidirla tanto como el mérito; mas al
poder absoluto se le debe el respeto de no examinar nada de cuanto haya
sido querido por un rey. Añadid otro honor al que él me ha hecho; liguemos con
un nudo sagrado mi casa y la vuestra: vos no tenéis más que una hija y yo un
hijo; su casamiento puede hacernos amigos para siempre: concedednos esta merced
y aceptadle por yerno.
EL CONDE.—A más altos partidos debe aspirar
un hijo tan agraciado; y el nuevo esplendor de vuestro cargo debe henchir su
corazón con otra vanidad. Ejercedlo, señor, y gobernad al príncipe: mostradle
de qué modo es necesario regir una provincia, hacer temblar por doquier a los
pueblos bajo la ley, henchir de amor a los leales y de temor a los malvados.
Unid a sus virtudes las de un buen capitán: mostradle cómo es necesario
endurecerse en los trabajos, hacerse sin igual en el oficio de Marte, pasar
enteros los días y las noches a caballo, rechazar cualquier ejército, asaltar
una fortaleza y no deber más que a sí mismo el triunfo en la batalla.
Instruídle con vuestro ejemplo y llevadle a la perfección poniendo a la
realidad como testigo de vuestras lecciones.
DON DIEGO.—Para aleccionarse con el
ejemplo, a despecho de las envidias, no necesitará más que leer en la historia
de mi vida. Ahí, en un largo tejido de proezas, aprenderá cómo es necesario
domar pueblos y labrar, por medio de grandes hechos, su renombre.
EL CONDE.—Los ejemplos vivientes son de
mayor valor; mal aprende en los libros un príncipe su deber. Y, después de
todo, ¿qué es lo que han hecho tantos años que no pueda ser igualado por una de
mis jornadas? Si vos fuisteis vali.ente antaño, yo lo soy hoy. Granada y Aragón
tiemblan cuando reluce este acero; mi nombre sirve a toda Castilla de muralla:
.sin mí, pronto seríais sojuzgados por otras leyes y a vuestros propios
enemigos tendríais por monarcas. Cada día, cada instante, para realzar mi fama,
añaden laureles a los laureles, victorias a las victorias. El príncipe, junto a
mí, ensayaría su bravura en los combates al amparo de mi brazo, aprendería a
vencer siguiendo mi ejemplo; y para responder rápidamente a su elevada
condición, vería...
DON DIEGO.—Lo. sé, vos servís bien al Rey:
os he visto combatir y mandar bajo mis órdenes. Cuando la edad ha venido a
debilitar mis fuerzas, vuestro raro valor ha sabido venir a reemplazarme; en
fin, para dejar vanos discursos, vos sois ahora lo que antaño fui yo. En tal
concurrencia veis que, sin embargo, el rey hace alguna distinción entre
nosotros.
EL CONDE.— Vos os habéis llevado lo que yo
merecía.
DON DIEGO.—Bien supo merecerlo quien os lo
quitó. .
EL CONDE.—Quien puede desempeñarlo mejor es
el más digno.
DON DIEGO.—No es buena señal el haber sido
rechazado.
EL CONDE.—Por industria lo alcanzasteis
vos, pues sois viejo cortesano.
DON DIEGO.—Mi único partidario ha sido el
esplendor de mis hazañas.
EL CONDE.—Digamos mejor que el rey ha hecho
honor a vuestra edad.
DON DIEGO.—El rey, cuando así obra, la
cuenta por el valor.
EL CONDE.—Si así fuera, ese honor sólo
correspondía a mi brazo.
DON DIEGO.—Quien no ha podido obtenerlo es
que no lo merecía.
EL CONDE.— ¡Que no lo merecía! ¿Quién,
yo?
DON DIEGO.— Vos.
EL CONDE.—Tu desvergüenza, viejo atrevido,
ha de recibir su pago. (Lo abofetea.)
DON DIEGO.—(Echando mano a la espada.) Concluye
y quítame la vida después de tal afrenta, la primera por la que mi estirpe ha
visto enrojecer su frente.
EL CONDE.—¿Qué esperas hacer tú con fuerzas
tan escasas?
DON DIEGO.— ¡Oh, Dios, mis fuerzas ya
gastadas me abandonan en este aprieto!
EL CONDE.—Tu espada me pertenece. (El conde
blandiendo su espada hace caer la de don Diego.) Más
te envanecerías de que tan vergonzoso trofeo hubiera caído en mis manos. Adiós:
haz leer al Príncipe, a despecho de la envidia, y para su instrucción, la
historia de tu vida; este justo castigo a unas palabras insolentes no le servirá
de escaso placer.
ESCENA CUARTA
Don Diego
DON DIEGO.— ¡Oh, ira! ¡Oh, desesperación!
¡Oh,
vejez enemiga! ¿No he vivido, pues, más que para esta infamia? ¿No he
encanecido en los trabajos de la guerra más que para ver un día marchitarse mis
laureles? Mi brazo, que admira toda España con respeto, mi brazo, que tantas
veces ha salvado a este reino, afirmado tantas veces el trono de su rey,
¿traiciona, pues, mi causa, y no hace nada por defenderme? ¡Oh, recuerdo cruel
de mi gloria pasada! ¡ Oh, nueva dignidad tan hostil a mi ventura! ¡Sima profunda a la
que cae mi honor! ¿Debo contemplar ¿Cómo triunfa el conde sobre mi fama y morir
sin venganza, o vivir en el oprobio? Conde, sed vos quien al presente eduquéis
a mi príncipe: tan alto cargo no consiente a un hombre sin honor. Tu celoso
orgullo, por tan gran afrenta, a pesar de la elección del rey, ha sabido
hacerme indigno. Y tú, espada, glorioso instrumento de mis brillantes acciones,
pero inútil ornato de un cuerpo ya vencido; tú, antaño tan temida, y que, en
este agravio me has servido de ostentacióh y no de defensa, ¡huye, abandona
para siempre al último de los hombres, pasa, para vengarme, a otras manos
mejores!
ESCENA QUINTA
Don
Diego, don Rodrigo
DON
DIEGO.—Rodrigo, ¿posees tú valor?
DON
RODRIGO.—Cualquiera otro que no fuese mi padre ahora mismo lo comprobaría.
DON
DIEGO.—¡Cólera bienhechora! ¡Altivo sentimiento tan grato a mi dolor! Reconozco allí sangre en esa
noble flia; mi juventud revive en tan irritable fogosidad. Ven, hijo mío; ven,
mi sangre, a reparar mi infamia. Ven a vengarme.
DON
RODRIGO.—¿De qué?
DON
DIEGO.—De una afrenta tan cruel que ha dado un golpe mortal al honor de los
dos: de una bofetada. El insolente hubiera perdido la vida; mas mi edad ha
traicionado mi noble impulso, y esta espada, que ya no puede sostener mi brazo,
te la entrego a ti para la venganza y el castigo. Ve a dar pruebas de tu valor
contra el insolente: tal ultraje sólo con sangre puede ser lavado; muere o
mata. Para no engañarte, te llevo a combatir contra un hombre temible: yo le he
visto, cubierto de polvo y de sangre, infundir temor a todo un ejército. He
visto cien escuadrones aniquilados por su bravura, y para decirte más aún, más
que soldado valiente, más que gran capitán, es...
DON RODRIGO.—Concluid, por favor.
DON DIEGO.—El padre de Jimena.
DON RODRIGO.—Él...
DON DIEGO.—No me repliques, conozco tu
amor; más quien pueda vivir en la deshonra es indigno de vivir. Cuanto más
querido es el ofensor, más grande resulta la infamia. Ya conoces la afrenta, a
ti te corresponde la venganza: no te digo nada más. Véngame y véngate; muestra
que eres el hijo digno de un padre como yo. Apesadumbrado por las desdichas a
que me entrega el destino, voy a llorar las: vete, corre, vuela y vénganos.
ESCENA SEXTA
Don Rodrigo
DON RODRIGO.—Herido hasta en el fondo del
corazón por un ataque tan inesperado como mortal, vengador digno de piedad en
causa tan justa, y objeto desventurado de un rigor inmerecido, permanezco
inmóvil y mi alma abatida se abandona al golpe que me mata. Tan cerca de
conseguir la recompensa a mi amor, ¡oh, Dios, qué penoso deber! ¡En esta afrenta mi
padre es el ofendido y el ofensor el padre de Jimena! ¡Qué rudos combates siento
dentro de mí! Contra mi propia honra mi amor toma partido: es necesario vengar
a un padre, y perder a una mujer a la que se ama: el uno me incita y la otra
detiene mi brazo. Reducido a la triste elección de traicionar mi amor o de
vivir en la infamia, por ambas partes mi daño es infinito. Padre, mujer
querida, honra, amor, penoso y noble deber, dulce tiranía, todas mis venturas
morirán o habrá de decaer mi reputación. El uno me hace desgraciado, la otra
indigno. Esperanza cruel y querida de un alma noble y, a la vez, enamorada;
digno enemigo de mi mayor ventura, hierro que engendras mi pesar, ¿me has sido
dado para vengar mi honor, me has sido dado para perder a Jimena? Más vale
decidirse a morir. Tanto debo a mi amada como a mi padre: al vengarme me hago
reo a la vez de su rencor y de su odio; atraeré su desprecio si no lo hago. El
uno me hace desleal a mi más dulce esperanza, la otra indigno de ella. Mi dolor
aumenta cuando trato de aliviarlo; todo redobla mi embarazo. Vayamos, alma mía,
y puesto que es preciso morir, muramos sin ofender a Jimena. ¡Morir sin
vengarme! ¡Ir en busca de una muerte tan fatal a mi reputación! ¡Sufrir que
España impute a mi memoria el no haqer sido capaz de mantener el honor de mi
estirpe! ¡Respetar un amor del que la turbación de mi alma ve la pérdida
segura! No escuchemos más este pensamiento engañoso y que no sirve sino para
embarazarme. Vamos, salvemos mi honor, puesto que de todos modos perderé a
.Jimena. Sí, estoy decidido. Le debo todo a mi padre antes que a mi amada. Que
muera en el combate, o que muera de tristeza, dejaré mi sangre tan limpia como
la recibí. Empiezo a acusarme por demasiada negligencia: corramos a la
venganza, y avergonzado por haber dudado tanto tiempo, no debo preocuparme más
porque siendo hoy mi padre el ofendido el ofensor sea el padre de Jimena.
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
Don Arias,
el Conde
EL
CONDE.—Confieso entre nosotros que, irritado en exceso, me enardecí demasiado
por unas palabras y llegué a sobrepasarme. Mas ya está hecho y la cosa no tiene
remedio.
DON
ARIAS.—Esa arrogancia debe someterse a los deseos del rey: ha puesto gran
interés en este negocio, y su irritación se dirigirá contra vos con todo el
peso de su autoridad. Nada hay que os defienda: el rango del ofendido y la
magnitud de la ofensa reclaman acatas y deberes que sobrepasan a las
satisfacciones habituales.
EL
CONDE.—El rey puede disponer de mi vida según sus deseos.
DON
ARIAS.—De excesivo arrebato ha sido consecuencia vuestra falta. El rey os
estima aún; apaciguad su cólera. Él ha dicho: «Quiero que sea así.» ¿Le
desobedeceréis vos?
EL
CONDE.—Señor, para conservar su estima, desobedecer un poco no es tan grave
delito. Mas, por grande que fuere, mis actuales servicios son más que
suficientes para borrarlo.
DON ARIAS.—Por mucho y muy considerable que
sea lo que se haga, nunca es deudor el rey de un súbdito suyo. Os estimáis en
mucho, mas debéis saber que quien sirve bien al soberano no hace más que
cumplir con su obligación. Os perdéis, señor, en vuestra confianza.
EL CONDE.—No os daré la razón más que de
acuerdo con la experiencia.
DON ARIAS.—Debéis temer a lo que puede un
monarca.
EL CONDE.—Una ocasión sola no puede perder
a un hombre como yo. Si toda su grandeza se armara contra mí, todo el Estado
perecería si fuera necesario que pereciese yo.
DON ARIAS.—¡Cómo!, ¿tan poco teméis al
poder soberano ?...
EL CONDE.—De un cetro que caería de sus
manos sin mí. A él mismo le interesa demasiado mi conservación, pues si cayera
mi cabeza perdería su corona.
DON ARIAS.—Permitíos entrar en razón. Tomad
una decisión prudente.
EL CONDE.— Ya la tengo tomada.
DON ARIAS.—¿Qué le diré, pues? Debo dar
cuenta al rey.
EL CONDE.—Que en modo alguno puedo
consentir que se me avergüence.
DON ARIAS.—Mas tened en cuenta que los
reyes desean ser absolutos.
EL CONDE.—La suerte está echada, señor; no
hablemos más.
DON ARIAs.—Adiós, pues, ya que he tratado
inútilmente de decidiros. A pesar de todos vuestros laureles, temed la
sentencia.
EL CONDE.—La aguardaré sin temor.
DON ARIAS.—Mas no sin que se cumpla.
EL CONDE.—Así, pues, veremos dar
satisfacción a don Diego.
(El
Conde, solo)
No teme
amenazas quien no teme la muerte. Mi ánimo se halla a cubierto de los mayores
reveses; se me puede obligar a vivir en desgracia, pero no a que acepte vivir
sin honor.
ESCENA SEGUNDA
El Conde, don Rodrigo
DON RODRIGO.—Dos palabras, conde.
EL CONDE.— Habla.
DON RODRIGO.—Sácame de una duda. ¿Conoces
bien a don Diego?
EL CONDE.—Sí.
DON RODRIGO.—Hablemos más bajo. Escucha.
¿Sabes que ese anciano fue la virtud misma, la bravura y el honor de su tiempo?
¿Lo sabes?
EL CONDE.— Tal vez.
DON RODRIGO.—¿Sabes que este brillo que
llevo en mis ojos procede de su sangre? ¿Lo sabes?
EL CONDE.—¿Y qué me importa a mí?
DON RODRIGO.—A cuatro pasos de aquí te lo
haré saber.
EL CONDE.— ¡Joven presuntuoso!
DON RODRIGO.—Habla sin acalorarte. Soy
joven,
ciertamente; mas en los bien nacidos el
valor no aguarda a los años.
EL CONDE.— ¡Medirte conmigo! ¿Quién te ha
dado tanta osadía a ti, al que nadie ha visto aún con las armas en la mano?
DON
RODRIGO.—Los míos no esperan dos ocasiones para darse a conocer, Y sus intentos
valen tanto como grandes acciones.
EL
CONDE.—¿Sabes bien quién soy?
DON
RODRIGO.—Sí; otro cualquiera, al eco sólo de tu nombre, podría ponerse a
temblar. Los laureles de que veo cubierta tu cabeza parecen llevar escrito mi
perdición. Me enfrento temerariamente con un brazo vencedor siempre; mas tendré
fuerzas bastantes, pues que tengo el coraje necesario. Nada es imposible para
quien venga a su padre. Tu brazo es invicto, pero no es invencible.
EL
CONDE.—La bravura que se muestra en tus palabras ya la descubrieron cada día
sobre tus ojos los míos; y creyendo contemplar en ti el honor castellano, de
buen grado te entregaba mi hija. Conozco tu pasión y estoy maravillado viendo
que todos tus sentimientos ceden ante tu deber, que no han disminuido esa
generosa bravura, que responde tu nobleza a la estima que de ella hice y que,
deseando para yerno a un caballero cumplido, no me engañaba en mi elección; mas
empiezo a notar que mi compasión me pone de tu parte. Admiro tu valor y lamento
que tu juventud trate de conducirte a un intento fatal. Ahorra un combate
demasiado ventajoso para mí; semejante victoria me reportaría muy poco honor;
venciendo sin peligro no se triunfa gloriosamente. Siempre se te creería
derrotado sin esfuerzo y yo sólo podría lamentar tu muerte.
DON
RODRIGO.—Indigna compasión ha seguido a tu audacia. Quien se atreve a
despojarme de mi honor, ¿puede temer arrebatarme la vida?
EL
CONDE.—Retírate de aquí.
DON
RODRIGO.—Marchemos, pues.
EL CONDE.—¿Tan cansado estás de vivir?
DON RODRIGO.—¿Sientes temor de morir?
EL CONDE.— Ven; con tu deber cumples. Es un
degenerado el hijo que sobrevive un solo momento al deshonor del padre.
ESCENA TERCERA
La Infanta, Jimena, Leonor
LA INFANTA.—Sosiega, Jimena, sosiega tu
dolor; hazte fuerte contra esa desventura. Volverás a encontrar la calma, tras
esa débil tempestad; tu dicha no se ha ensombrecido sino por una nube ligera y
no has perdido nada por verla diferida.
JIMENA.—Mi corazón, lleno de pesadumbre. no
se atreve a esperar nada. Una tempestad tan imprevista, turbando la bonanza,
nos trae el anuncio de un seguro naufragio: no podría dudarlo y yo pereceré en
el puerto. Amaba, era amada, y nuestros padres estaban de acuerdo; os refería
la dichosa nueva, en el mismo desventurado instante en que nacía su querella,
cuyo fatal relato, tan pronto como os ha sido hecho, ha destruído el
cumplimiento de tan dulce esperanza. ¡Maldita ambición, locura detestable, de
la que hasta los más nobles sufren la tiranía! ¡Honra tan sin piedad para mis
vehementes deseos, cuántas lágrimas y gemidos vas a costarme!
LA INFANTA.—Nada tienes que temer en su
disputa: en un instante surgió y en un instante desaparecerá. Ha hecho
demasiado ruido para que no pueda concertarse, y es ya el rey quien los quiere
reconciliar. Bien sabes que mi corazón, tan sensible a tus
inquietudes, hará lo imposible por hacerlas desaparecer.
JIMENA.—Nada puede hacer la reconciliación
en tal estado de cosas; tan mortales afrentas no pueden repararse. Inútilmente
se pondrá en juego la fuerza o la prudencia: si el mal se cura será, sólo al
parecer. El rencor que los corazones esconden dentro de sí, alimenta fuegos
ocultos, pero mucho más ardientes.
LA INFANTA.—El nudo sagrado que unirá a
Rodrigo y Jimena disipará los odios de los padres enemigos, y pronto hemos de
ver más fuerte a vuestro amor, disipando con un venturoso himeneo ese
desacuerdo.
JIMENA.— Tanto más lo deseo cuanto que no
lo espero: don Diego es demasiado altivo y yo conozco a mi padre. Siento correr
las lágrimas que quiero contener; el pasado me atormenta y temo al porvenir.
LA INFANTA.—¿Qué es lo que temes? ¿La
impotente debilidad de un anciano?
JIMENA.—Rodrigo es valeroso.
LA INFANTA.—Pero es demasiado joven.
JIMENA.—Los hombres valerosos lo son desde
el principio.
LA INFANTA.—No debes temerle mucho, sin
embargo; está demasiado enamorado para querer agraviarte. Tan sólo dos palabras
de tus labios contendrán su cólera.
JIMENA.—Si él no me obedece, se colmarán
mis penas. y si puede obedecerme, ¿qué se dirá de él? ¡Sufrir tal ultraje dada
su cuna! Que resista o que ceda al amor que le atrajo a mí, mi espíritu no
puede sino avergonzarse o confundirse por su falta de respeto o por su justa
negativa.
LA INFANTA.—Eres noble, Jimena, y aun
tratándose de tu propio interés no puedes soportar un vil pensamiento; mas si
hasta el día en que se llegue a un acuerdo hago mi prisionero de tan cumplido
enamorado, impidiendo así las consecuencias de su bravura, ¿no abrigará ningún
recelo tu amor?
JIMENA.— ¡Ah, señora!, siendo así nada
puede preocuparme.
ESCENA CUARTA
La Infanta, Jimena, Leonor, el Paje
LA INFANTA.—Paje, id en busca de Rodrigo y
traedle aquí.
EL PAJE.—El conde de Gormaz y él...
JIMENA.— ¡Dios mío; estoy temblando!
LA INFANTA.—Hablad.
EL PAJE.—Juntos han salido de ese palacio.
JIMENA.—¿Solos?
EL PAJE.—Solos y, al parecer, desafiándose
en voz baja.
JIMENA.—Sin duda han negado a las manos; ya
no hay que hablar más. Señora, perdonad que os abandone rápidamente.
ESCENA QUINTA
La Infamta, Leonor
LA INFANTA.— ¡Ay, cuánta inquietud se
adueña de mi espíritu!. Lloro sus desdichas, me abandona el sosiego y mi pasión
revive. Lo que va a separar a Rodrigo y a Jimena hace que a un tiempo mismo
renazcan mi desesperación y mi tortura; mas esa separación, que veo a mi pesar,
hace que se vea embargado mi espíritu por un secreto gozo.
LEONOR.—La gran nobleza que reina en
vuestra alma, ¿tan pronto ha de rendirse a esa pasión indigna?
LA INFANTA.—No la llames indigna, ahora
que, gloriosa y triunfante, me dicta su ley: respétala, puesto que me es tan
querida. Mi honor la combate, mas, a pesar de él, espero; y mal defendido mi
corazón de tan loca esperanza, corre hacia un pretendiente que Jimena perdió.
LEONOR.—¿Dejáis hundirse así tan alta
virtud y que la razón os abandone?
LA INFANTA.— ¡Ah, cuán sin resultado se la
escucha cuando el corazón está henchido de tan dulce veneno! Y cuando el
enfermo ama su enfermedad, ¡cuánto le cuesta permitir que le sea aliviada!
LEONOR.—Vuestra esperanza os seduce, os es
dulce vuestro mal; mas, con todo, ese Rodrigo es indigno de vos.
LA INFANTA.—Demasiado lo sé, pero si cede
mi entereza, mira cómo soborna el amor a un corazón del que es dueño. Si
Rodrigo saliera vencedor del encuentro, si bajo su valor se abatiese tan gran
guerrero, le puedo amar sin avergonzarme. ¿De qué no será capaz si puede vencer
al Conde? Me atrevo a imaginar que a sus menores hazañas reinos enteros caeran
bajo sus leyes, y los halagos de mi amor me persuaden ya a que he de verle
sentado en el trono de Granada, temblando al adorarle los moros subyugados; a
Aragón recibir a este nuevo conquistador, rendirse Portugal, y esas nobles hazañas llevar más
allá de los mares sus altos designios para regar sus laureles con la sangre
africana: todo cuanto se dice, en fin, de los más famosos guerreros lo aguardo
de Rodrigo después de esta victoria y hago de su amor causa de mi honra.
LEONOR.—Mas,
señora, ved hasta dónde lleváis su brazo, tras un combate que tal vez no se
lleve a efecto.
LA
INFANTA.—¿Qué es lo que pretendes? Estoy loca y mi espíritu se ofusca: ya ves
por ello los males a que este amor me conduce. Ven a mi habitación a consolar
mis penas, y no me abandones en la inquietud en que me hallo.
ESCENA SEXTA[1]
Don
Fernando, don Arias, don Sancho
DON
FERNANDO.— ¡Tan vano es, pues, el Conde y tan poco razonable! ¿Aún se
atreve a creer que se le puede perdonar su delito?
DON
ARIAS.—Me entrevisté con él, por orden vuestra, largo rato; he hecho cuanto he
podido, señor, mas nada obtuve.
DON
FERNANDO.— ¡Justo cielo! ¡Tan temerario puede llegar a ser un súbdito
que tan poco respeto y cuidado ponga en complacerme! ¡Ofende a don Diego y desprecia su
soberano! ¡En mi misma Corte me dicta leyes! Por más que sea bravo gue rrero y
gran capitán, sabré abatir tanta altivez. Aunque fuera el valor mismo y el dios
de los combates ha de ver lo que el faltar a la obediencia significa. Sea lo
que fuere lo que mereciese tal insolencia, quise tratarle con suavidad; mas,
puesto que abusa de ella, id hoy mismo, se resista o no, a detenerle.
DON
SANCHO.—Tal vez decrezca su rebeldía cuando pase un poco de tiempo; se le ha
encontrado en todo el encendimiento de su querella. Señor, en la fogosidad de
los primeros instantes, con dificultad se rinde un corazón tan generoso. Él
bien sabe que ha obrado mal, pero un carácter tan altivo no se reduce tan
pronto a confesar su falta.
DON
FERNANDO.—Callaos, don Sancho, y tened en cuenta que incurre en delito aquel
que lo defiende.
DON
SANCHO.—Obedezco y callo; mas, por favor, permitidme dos palabras aún en
defensa del Conde.
DON
FERNANDO.—¿Qué podéis decir?
DON
SANCHO.—Que un espíritu acostumbrado a las grandes hazañas no puede rebajarse a
humillaciones: ninguna puede concebir que se justifique sin afrenta; es a esta
sola palabra a la que se ha resistido el conde. Encuentra demasiado rigor en su
obligación y os obedecería si no fuera tanta su nobleza. Ordenad que su brazo,
fortalecido en los combates, repare esta injuria con las armas; os dará
satisfacción, señor, y venga el que viniere, sabiéndolo él, he aquí quién
responderá.
(Don
Sancho, al decir esto, pone la mano sobre la espada.)
DON FERNANDO.—Faltáis al respeto; mas
perdono a vuestra edad y excuso el ardor de la juvenil arrogancia. Un rey, cuya
prudencia está más fundada, sabe disponer mejor de sus súbditos: yo velo por
los míos, mis cuidados les sostienen, del mismo modo que la cabeza a los
miembros que la sirven. Por ello vuestras razones no lo son para mí; vos
habláis como soldado, yo debo proceder como rey, y sea cuanto quiera lo que
diga, o lo que ose creer, por obedecerme no puede el Conde perder su honor. Por
otra parte, la afrenta me alcanza a mí también: ha ultrajado al que he hecho
ayo de mi hijo; ofender al elegido por mí es ofen— derme y atentar contra el
poder supremo. No hablemos más. Cuanto me queda por decir es que se han visto
diez navíos enarbolando las banderas enemigas; han osado aparecer en la
desembocadura del río (1).
DON ARIAS.—Por la fuerza han aprendido los
moros a conoceros, y, derrotados tantas veces, han perdido el coraje de
atreverse contra tan gran vencedor.
DON FERNANDO.—Nunca podrán ver con buenos
ojos que, a despecho suyo, mi cetro rija en Andalucía; esta bella región, que
ellos dominaron por tan largo tiempo, es mirada siempre con envidia. Esta es la
única causa que me ha hecho trasladar, desde hace diez años, el trono
castellano a Sevilla: para verles más de cerca e inutilizar con mayor prontitud
todo cuanto intenten.
DON ARIAS.—Saben, a costa de sus más nobles
cabezas, cómo se aseguran, al hallaros presente, vuestras conquistas. Nada
tenéis que temer.
(1) El
Guadalquivir.
DON FERNANDO.—Y nada que descuidar. El exceso de
confianza atrae el peligro, y ya sabéis que el reflujo de la mar alta puede
traerlos a poca costa hasta aquí. Sin embargo, cometería una equivocación,
siendo incierto el aviso, si indujera a que los corazones se sobresaltasen. El
efecto que produciría esta inútil alarma al sobrevenir la noche, llenaría de
gran turbación a la ciudad. Haced que se redoble la guardia en los muros y en
el puerto. Esto basta por esta noche.
ESCENA SÉPTIMA
Don Fernando, don Sancho, don Alonso
DON ALONSO.—Señor, el conde ha sido muerto;
don Diego, por medio de su hijo, ha vengado su ofensa.
DON FERNANDO.—Tan pronto como conocí la
afrenta preví la venganza, y desde aquel momento traté de evitar esta desdicha.
DON ALONSO.—Jimena viene a depositar su
dolor a vuestras plantas y, deshecha en llanto, a pediros justicia.
DON FERNANDO.—Aunque comparto su
desesperación, lo hecho por el Conde ha merecido, al parecer, un castigo
adecuado a su temeridad. Por justo, sin embargo, que éste sea, no puedo perder
sin disgusto tal capitán. Tras tantos servicios como prestó al Estado, tras
haber derramado su sangre mil veces por mí, su pérdida, aunque a algún
resentimiento me obligue por su orgullo, no deja de serme lamentable y de
afligirme su muerte.
ESCENA OCTAVA
Don Fernando, don Diego, Jimena, don
Sancho, don Arias, don Alonso
JIMENA.— ¡Señor, señor, justicia!
DON DIEGO.— ¡Ah, señor, escuchadnos!
JIMENA.—Me echo a vuestros pies.
DON DIEGO.—Beso vuestras plantas.
JIMENA.—Pido justicia.
DON DIEGO.—Escuchad mi defensa.
JIMENA.—Castigad la insolencia de un mozo
atrevido: él derribó al sostén de vuestro cetro, ha matado a mi padre.
DON DIEGO.—No hizo sino vengar al suyo.
JIMENA.—El rey debe hacer justicia por la
sangre de sus súbditos.
DON DIEGO.—No existe castigo para una
venganza justa.
DON FERNANDO.—Levantaos uno y otro y
hablad. Jimena, comparto vuestro infortunio, mi alma se halla herida por
vuestro mismo dolor. Vos hablaréis después, don Diego; no interrumpáis sus
quejas ahora.
JIMENA.—Señor, mi padre ha sido muerto; mis
ojos vieron brotar su sangre a borbotones de su noble costado. Esa sangre que
tantas veces salvaguardó vuestras murallas; esa sangre que tantas veces os ganó
combates; esa sangre que, humeante aún, proclama su ira al verse derramada por
otros que por vos; con esa sangre que, en medio de todos los peligros no se
atrevió a verter la guerra, Rodrigo, en vuestra Corte, acaba de regar el suelo.
Sin fuerzas y perdido el color, acudí allí: le hallé sin vida. Excusad mi
dolor, me falta el aliento, señor, para proseguir tan penoso relato; mis
lágrimas y mis gemidos os dirán el resto.
DON FERNANDO.—Ten valor, hija mía; desde
hoy tu rey quiere hacerte de padre en su lugar.
JIMENA.—Señor a mi desdicha demasiado honor
ha sucedido; ya os lo dije, le encontré sin vida; tenía abierto el costado y,
para estremecerme más, su sangre escribía sobre el polvo mi deber, o mejor, su
bravura, a tal estado reducida, me hablaba por su llaga conminándome a demandar
justicia, y para hacerse escuchar por el más justo de los reyes en esta triste
boca ha tomado mi voz. No permitáis, señor, que bajo vuestro poder reine entre
nosotros semejante licencia; que los más valerosos se hallen expuestos
impunemente a los ataques de la temeridad; que un mozo osado triunfe sobre su
reputación, se bañe en su sangre y desafíe su memoria. Si no es vengado un
guerrero como el que se os acaba de arrebatar, habráde extinguirse el ardor de
serviros. Ha muerto mi padre y yo pido venganza, más por vuestro interés que
por mi satisfacción. Vos perdéis con la muerte de un hombre de su rango:
vengadla con otra, sangre por sangre. Inmolad, no a mí, sino a vuestra corona,
y más a vuestra grandeza que para nadie; inmolad, digo, señor, en bien de la
nación entera, a todo el que se enorgullezca de tan grave atentado.
DON FERNANDO.—Don Diego, responded.
DON DIEGO.— ¡Cuán digno de envidiar es
el.que al perder sus fuerzas pierda también la vida! ¡Que una edad avanzada
disponga a los hombres nobles, al término de su carrera, un infausto destino !Yo, a quien los
prolongados trabajos labraron tanta reputación, yo, al que antaño siguió
siempre la victoria, he de verme hoy, por haber vivido demasiado, recibir una
afrenta y quedar vencido. Lo que nunca logró ningún combate, emboscada o
asalto, lo que nunca pudieron Aragón ni Granada, ni todos vuestros enemigos, ni
todos los que me envidiaron, el conde en vuestra Corte lo ha conseguido casi
ante vuestros ojos, por celos de vuestra elección, y orgulloso de la ventaja
que sobre mí le concedía la impotencia de mi edad. Señor, de este modo estos
cabellos, encanecidos bajo el peso de las armas, esta sangre, pródiga antaño
tantas veces por serviros, este brazo, que fue el terror en otro tiempo de los
ejércitos enemigos, descenderían a la tumba cargados de infamia si no hubiera
engendrado un hijo digno de mí, de su patria y de su rey. Él me ha prestado su
apoyo, ha matado al Conde, me ha devuelto el honor y ha lavado mi infamia. Si
dar muestras de valor y de entereza, si vengar una bofetada merece castigo,
sólo debe recaer sobre mí: cuando el brazo delinque, se castiga a la cabeza. Se
llame delito o no a lo que motiva nuestra querella, señor, yo soy la cabeza y
él no es más que el brazo. Si Jimena se queja porque mató a su padre, nunca lo
hubiera hecho Rodrigo de poder hacerlo yo. Sacrificad, pues, a esta cabeza que
los años van a abatir y conservad para vos el brazo que puede serviros.
Satisfaced a Jimena a costa de mi sangre: no me opongo a ello y acepto mi
castigo; lejos de murmurar contra un fallo riguroso, muriendo sin deshonor,
muero sin pesar.
DON FERNANDO.—El asunto es grave, y,
considerándolo bien, merece ser sometido a la deliberación del consejo en
pleno. Don Sancho, conducid a su casa a Jimena. Don Diego tendrá mi Corte y su
palabra por prisión. Que se me busque a su hijo. Yo os haré justicia.
JIMENA.—Es justo, señor, que un asesino
perezca.
DON FERNANDO.—Sosiégate, hija mía, y calma
tu dolor.
JIMENA.—Ordenarme sosiego es aumentar mis
penas.
ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
Don
Rodrigo, Elvira
ELVIRA.—¿Qué
es lo que has hecho, Rodrigo? ¿Adónde vienes tú, miserable?[2].
DON
RODRIGO.—A seguir el triste destino de mi infausta suerte.
ELVIRA.—¡Cómo
puede llevarte tu audacia y tu redoblado orgullo a comparecer en los lugares
que has cubierto de luto? ¿Cómo? ¿Hasta aquí llegas a desafiar la sombra del
Conde? ¿No le has ma tado
tú?
DON
RODRIGO.—Su vida era mi vergüenza: mi honor ha requerido de mi mano este
esfuerzo.
ELVIRA.—
¡Buscar tu asilo en la casa del muerto! ¿Hizo alguna vez un asesino su refugio de ella?
DON
RODRIGO.—No vengo más que a ofrecerme a mi juez. No me mires más con
rostro de terror; busco la muerte después de haberla causado. Mi juez es mi
mismo amor, mi juez es mi Jimena: merezco la muerte al merecer su odio, y no
vengo más que a recibir como bien supremo tanto la sentencia de su boca como la
muerte de sus manos.
ELVIRA.—Más
vale que huyas de su vista y de su irritación; hurta tu presencia a sus
primeros arrebatos: ve, no te expongas a los primeros impulsos que promueva el
ardor de sus resentimientos.
DON
RODRIGO.—No, no; ese ser querido al que pude irritar no puede tener en mi
suplicio tanta cólera, y evito cien muertes que vengan sobre mí si para morir
más pronto puedo redoblarla.
ELVIRA.—Jimena
se encuentra en palacio, en lágrimas bañada, y no regresará sino en compañía de
otras muchas personas. Rodrigo, huye, por favor: quítame este cuidado. ¿Qué se
diría si se te viera aquí? ¿Deseas que algún maledicente, para colmo de sus
desdichas, la acuse de soportar al asesino de su padre? Jimena está a punto de
regresar; ya viene la veo ya. Al menos, por su honra, Rodrigo, escóndete.
ESCENA SEGUNDA
Don
Sancho, Jimena, Elvira
DON SANCHO.—Ciertamente, señora, necesitáis víctimas; vuestra cólera es justa y
justificado vuestro llanto. No trato, pues, a fuerza de palabras, ni de consolaras
ni de disminuir vuestras iras, mas si en mi mano está el serviros, utilizad mi
espada para castigar al culpable; utilizad mi amor para vengar esta muerte.
Bajo vuestras órdenes será más fuerte mi brazo.
JIMENA.— ¡Desdichada de mí!
DON SANCHO.—Por favor, aceptad mis
servicios.
que lo produjo? ¿Y qué puedo esperar, sino
eterno tormento, amando al criminal cuando persigo un crimen?
ELVIRA. — ¡Os priva de vuestro padre y le amáis aún!
JIMENA.—Amarle es decir poco, Elvira: le
adoro; mi pasión se opone a mi resentimiento; dentro de mi enemigo está mi
amado, y siento cómo, a despecho de toda mi ira, Rodrigo combate aún a mi padre
dentro de mi corazón: le ataca, le acorrala, cede, se defiende, ahora firme,
débil después, triunfante por último; mas en ese duro combate de amor y de ira,
destroza mi corazón sin adueñarse de mi voluntad, y aunque tenga algún poder su
amor sobre mi alma, no titubeo en seguir mi obligación; acudo sin dudarlo donde
mi honor me obliga. Amo a Rodrigo; cuanto significa para mí me aflige; mi
corazón se pone de su parte, pero a pesar de sus esfuerzos sé quién soy y que
mi padre ha muerto.
ELVIRA.—¿Pensáis perseguirle?
JIMENA.— ¡Ah, pensamiento
cruel y cruel persecución a la que me veo obligada! Reclamo su cabeza y temo
conseguirla. ¡ Mi muerte seguirá a la suya y quiero castigarle!
ELVIRA.—Abandonad, abandonad, señora, tan
funesto designio; no os impongáis tan tiránica ley.
JIMENA.—¿Cómo? Mi padre muerto y casi entre
mis brazos, ¿clamaría venganza su sangre y no la escucharía yo? Mi corazón, vergonzosamente
seducido, ¡creer que no le debería más que lágrimas impotentes! ¿Podría sufrir
que el amor le sobornase y que ahogara mi honor bajo un silencio vil?
JIMENA.—Ofendería al rey, que me ha
prometido justicia.
DON SANCHO.—Vos sabéis que ella va con
lentitud y que con frecuencia el crimen escapa a su demora; muchas lágrimas
hace perder con su retraso y su incertidumbre. Permitid que un caballero os
vengue con las armas; el camino es más seguro y más rápido para castigar.
JIMENA.—Ese es el último remedio; si es
necesario llegar a él y os compadecéis entonces de mí todavía, quedaréis en
libertad para vengar mi injuria.
DON SANCHO.—A esa dicha tan sólo mi alma
aspira, y pudiendo esperarla marcho satisfecho.
ESCENA TERCERA
Jimena, Elvira
JIMENA.—Libre me encuentro, al fin, y de mi
vivo dolor puedo hacerte ver, sin cuidados, la tortura; puedo dar libre curso a
mis tristes gemidos; puedo abrirte mi alma y mostrarte todos mis pesares. Ha
muerto mi padre, Elvira, y la primera espada con que se armó Rodrigo ha sido la
que ha cortado el hilo de su existencia. ¡Llorad, llorad, mis
ojos, y deshaceos en llanto! La mitad de mi vida ha llevado al sepulcro a la
otra mitad, y me obligo a vengarme, tras este golpe funesto, de la que ya no
poseo con la que aún me queda.
ELVIRA.—Sosegaos, señora.
JIMENA.—¡Ah, cuán
inoportunamente hablas de sosiego en tan gran infortunio! ¿Cómo podrá calmarse
nunca mi dolor si no puedo odiar a la mano.
ELVIRA.—Señora, creedme, se os excusaría
por que fuera menor vuestro arrebato contra un pretendiente tan querido. Ya
habéis hecho bastante, habéis visto al rey; no forcéis las consecuencias.
JIMENA.— Va en ello mi reputación, necesito
vengarme; por mucho que nos seduzca un amoroso deseo, cualquier excusa es
vergonzosa para los espíritus nobles.
ELVIRA.—Mas vos amáis a Rodrigo, él no
puede contrariaras.
JIMENA.—Lo confieso.
ELVIRA.—¿Qué pensáis hacer, por tanto?
JIMENA.—Para conservar mi honra y concluir
con mi desesperación, perseguirle, perderle, y morir después que él.
ESCENA CUARTA
Don
Rodrigo, Jimena, Elvira
DON
RODRIGO.— ¡Pues bien, sin tomaras el trabajo de perseguirme, estad segura del
honor de quitadme la vida.
JIMENA.—Elvira,
¿dónde estamos, qué es lo que veo? ¡Rodrigo en mi casa! ¡Rodrigo en mi
presencia!
DON
RODRIGO.—No regatees mi sangre: gozad, sin resistencia, el placer de mi muerte
y de vuestra venganza.
JIMENA.—
¡Ay!
DON
RODRIGO.—Escúchame.
JIMENA.—Muero.
DON
RODRIGO.—Un instante.
JIMENA.—
Vete, déjame morir.
DON RODRIGO.—Cuatro palabras tan sólo: no
me respondas después sino con esta espada.
JIMENA.— ¡Cómo, teñida aún
con sangre de mi padre!
DON RODRIGO.—Jimena mía...
JIMENA.—Ocúltame ese objeto odioso, que me
reprocha tu crimen y tu vida.
DON RODRIGO.—Más vale que lo contemples,
para excitar tus iras, para que tu cólera aumente y se apresure mi castigo.
JIMENA.—Está teñida con mi sangre.
DON RODRIGO.—Húndela en la mía y haz que
así se confundan las dos.
JIMENA.— ¡Ah, qué crueldad,
que mata en un mismo día al padre con el hierro y a la hija con la mirada!
Aparta ese objeto de mi vista, no puedo sufrirlo. ¡Quieres que te escuche y me
obligas a morir!
DON RODRIGO.—Haré lo que deseas, pero sin
dejar de querer que concluya por tu mano mi triste vida; pues, al cabo, no
esperas tú de mi afecto el arrepentimiento vil por una buena acción. La
consecuencia irreparable de un fogoso arrebato deshonró a mi padre y me cubrió
de vergüenza. Túsabes cuánto hiera una bofetada a un hombre valeroso; yo tenía
parte en la afrenta, busqué al autor: le hallé y he vengado a mi padre y a mi
honor; lo haría de nuevo si fuera preciso. No ha sido sin que por largo tiempo,
contra mi padre y contra mí mismo, mi amor combatiese por ti; juzga de su
poder: en tal ofensa he podido deliberar acerca de si cumpliría mi venganza.
Reducido a perderte o a sufrir una afrenta, pensé que mi brazo, a su vez, era
demasiado impulsivo; me acusé de excesiva violencia, y tu belleza, sin duda,
hubiera hecho que se inclinase a tu favor el platillo de la balanza, a no haber
opuesto que un hombre sin honor no podía merecerte; que a pesar de cuanto
significaba para ti, quien me amaba noble, me odiaría vil; que hacer caso del
amor que siento por ti, obedecer a sus mandatos, era hacerme indigno y
deshonrar tu elección. Te lo vuelvo a repetir, y aunque lo lamente, hasta mi
último instante lo repetiré: te he hecho una ofensa y debí llevarla a cabo para
borrar mi deshonra y para merecerte; mas en paz con mi honor y en paz con mi
padre, ahora es a ti a quien vengo a dar satisfacción. Para ofrecerte mi sangre
es para lo que me ves aquí. Hice lo que debí y hago lo que debo. Sé que la
muerte de un padre te arma contra mi delito; no he querido hurtarte tu víctima:
inmola con valor a la sangre derramada a aquél que se gloría por haberla
vertido.
JIMENA.— ¡Ah, Rodrigo, es
cierto! Aunque sea tu enemiga no puedo condenarte por haber evitado la afrenta,
y aunque el dolor me invada, no te acuso, lloro mis desdichas. Sé de qué modo,
después de tal ultraje, el honor reclamaba el generoso impulso de un corazón
noble: tú no has hecho más que cumplir con la obligación de un hombre de bien;
pero también, al hacerla, me has enseñado la mía. Tu funesto valor me alecciona
con tu victoria; ella ha vengado a tu padre y sostenido tu reputación. Lo mismo
me toca a mí y, para atligirme. ¡Ay, por amarte me desespero! Si otra cualquier
desdicha me hubiera arrebatado a mi padre, en el placer de verte mi alma
hubiera recibido su única alegría; contra mi dolor me hubiera sentido dichosa
cuando una mano tan querida enjugase mis lágrimas; mas debo perderte, después
de haberle perdido a él. Así lo exige mi honra de mi amor, y este terrible
deber, cuyo mandato ha de matarme, me obliga a mí misma a labrar tu ruina. No
esperes de mi afecto sentimientos cobardes por tu castigo. Por mucho que
nuestro amor me ponga de tu parte, mi nobleza debe responder a la tuya. Al
ofenderme, tú te has mostrado digno de mí; yo debo mostrarme digna de ti por tu
muerte.
DON RODRIGO.—No retrases, pues, lo que el
honor te ordena: él reclama mi cabeza y yo la dejo en tus manos. Sacrifícala
por esta noble causa; la muerte me será tan dulce como la sentencia. Esperar,
después de mi crimen, lenta justicia, es retrasar tu honor tanto como mi
suplicio. Dichoso moriré con tan hermosa muerte.
JIMENA.— Vete, soy tu rival y no tu
verdugo. Si me ofreces tu cabeza, ¿soy yo quién debe tomarla? Yo la tengo que
atacar y tú la debes defender; de otro que no de ti es de quien necesito
obtenerla, pues debo perseguirte, pero no castigarte.
DON RODRIGO.—Por mucho que de mi parte te
ponga nuestro amor, tu nobleza debe responder a la mía, y para vengarte de un
padre hacer uso de otro brazo, créeme mi Jimena, que no es responder. Mi mano
sola ha sabido vengar la ofensa del mío, sólo la tuya tiene derecho a tomar
venganza.
JIMENA.— ¡Cruel!, ¿por qué te
obstinas en ello? ¡Tú te vengaste sin ayuda y quieres, en cambio, proporcionármela a
mí! Seguiré tu ejemplo. Tengo el valor suficiente para permitir que mi
reputación comparta la tuya. Mi honor y mi padre no quieren deber nada ni a los
testimonios de tu amor ni a los de tu desesperación.
DON RODRIGO.— ¡Riguroso punto de
honor! ¡Ay!, haga lo que sea, ¿no podré obtener, al fin, esta merced? En el
nombre de un padre muerto, o de nuestro amor, castígame por venganza o, al
menos, por piedad. Menos penoso será para tu desventurado amante morir a tus
manos que vivir con tu odio.
JIMENA.— Vete, no te odio.
DON RODRIGO.—Debes odiadme.
JIMENA.—No puedo.
DON RODRIGO.—¿Tan poco temes el baldón y
las murmuraciones? Cuando se conozca mi crimen y que me amas aún, ¡qué no
publicarán la impostura y la envidia! Fuérzalas al silencio y, sin pensarlo
más, pon a salvo tu fama haciéndome morir.
JIMENA.—Será mayor aún dejándote vivir.
Quiero que la voz de la más negra envidia la eleve hasta el cielo y lamente mis
pesares, sabiendo que te adoro y que, sin embargo, te persigo. Vete, no
muestres más a mi extremado dolor lo que es forzoso que pierda, aunque lo ame.
En las sombras de la noche oculta tu salida; si se te viera, correría peligros
mi honor. La única ocasión que tendría la maledicencia sería la de saber que te
he permitido estar aquí. No le des lugar a que ataque mi reputación.
DON
RODRIGO.— ¡Muero!
JIMENA.—
Vete.
DON RODRIGO.—¿Qué es lo que resuelves? .
JIMENA.—A
pesar de cuanto turba mi cólera haré cuanto me sea posible para dejar bien
vengado a mi padre; mas, no obstante el rigor de un deber tan penoso, mi único
deseo es no poder conseguir nada.
DON
RODRIGO.— ¡Oh, milagro de amor!
JIMENA.—
¡Oh, colmo de desdichas!
DON RODRIGO.—¡Cuántos males y cuántas
lágrimas nos costarán nuestros padres!
JIMENA.—¿Quién lo hubiera creído, Rodrigo?
DON RODRIGO.—¿Quién habría de decirlo,
Jimena?
JIMENA.—Que tan cercana se hallase nuestra
hora y que tan de pronto se malograse.
DON RODRIGO.—Y que tan próxima al puerto,
contra toda apariencia, tan súbita tempestad destruyera nuestra esperanza.
JIMENA.— ¡Ah, mortales
dolores!
DON RODRIGO.—¡Ah, inútiles
lamentos!
JIMENA.—Márchate, una vez más, no quiero
volver a escucharte.
DON RODRIGO.—¡Adiós! Arrastraré un
vivir agonizante hasta que no me vea despojado de él por tu persecución.
JIMENA.—Si lo consigo, te doy mi promesa de
no respirar ni un solo momento después que tú. Adiós. Sal, y ten cuidado, sobre
todo, de que nadie te vea.
ELVIRA.—Señora, sean cualesquiera los males
que el cielo nos envíe...
JIMENA.—No me importunes más, déjame gemir;
busco el silencio y la noche para llorar.
ESCENA QUINTA
Don Diego
DON DIEGO.—Nunca gozaremos de una dicha
perfecta. Los acontecimientos más venturosos están mezclados de tristezas;
siempre algunas inquietudes en ellos turban la pureza de nuestro contento. En
medio de la dicha siento amenazada mi alma; nado en la alegría y tiemblo de
temor. Hevisto muerto al enemigo que me había ultrajado, pero me es imposible
encontrar la mano que me vengó. Me esfuerzo en vano, y es inútil que lo haga;
fatigado como estoy, recorro toda la ciudad. El escaso vigor que me han dejado
mis muchos años, sin fruto se consume en buscar al vengador. En cualquier
momento, por todas partes, y en una noche tan oscura, creo poderIe abrazar y no
abrazo más que a una sombra, y mi afecto, decepcio nado al engañarse así, no
hace más que forjar sos pechas que redoblan mi temor. Ninguna señal descubro de
su huida; temo a los amigos y a la escolta del muerto conde; su número me
sobrecoge y con funde mis pensamientos. O no vive Rodrigo, o alienta en la
prisión. ¡Justos cielos! ¿Me engaño aún ante una apariencia o es que veo, al
cabo, a mi única esperanza? Es él, no lo dudemos más; mis votos han sido
escuchados, mi temor ya no existe y concluyeron mis males.
ESCENA SEXTA
Don Diego, don Rodrigo
DON DIEGO.— ¡Rodrigo, el cielo
permite al fin que pueda verte!
DON RODRIGO.— ¡Ay!
DON DIEGO.—No mezcles ningún lamento a mi
alegría. Déjame tomar aliento para alabarte. Mi nobleza no puede negarte en
modo alguno; bien has sabido imitarla, y tu atrevido arrojo hace que revivan en
ti los héroes de mi raza. Es de ellos de quienes desciendes, procedes de mí. El
primer golpe de tu espada iguala a todos los míos, y animada tu juventud por
tan ardiente impulso, tras esta prueba alcanza ya a mi renombre. Apoyo de mi
vejez y colmo de mi ventura, toca estos blancos cabellos a los que devuelves el
honor; ven a besar esta mejilla y reconoce el lugar donde fue impresa la
afrenta que tu bravura borró.
DON RODRIGO.—Os ha sido devuelto el
honor: no podía hacer menos yo, procediendo de vuestra cuna y habiendo sido
educado por vuestros desvelos. Me tengo por muy dichoso, y estoy contento de
que mi primera acción satisfaga a quien le debo la vida; mas no os sepa mal, en
medio de vuestras alegrías, si oso a mi vez satisfacerme tras vos. Permitidme
que estalle mi desesperación libremente; demasiado intentaron dulcificarIa
vuestras palabras. No me arrepiento en modo alguno de haberos servido; mas
devolvedme el bien que al hacerlo me ha sido arrebatado. Mi brazo, para
vengaros, armado contra mi amor, me ha privado del alma por ese acto tan
honroso. Nada más digáis ya. Todo lo he perdido por vos: cuanto os debía bien
os lo he devuelto.
DON DIEGO.—Conduce, lleva a más alto el
fruto de tu victoria: te he dado la vida y tú me devuelves mi honor, y pues
éste me es más querido que la luz del día, tanto más desde ahora deberé
devolvértelo. Mas aparta esas flaquezas de un corazón magnánimo; honra no hay
más que una, ¡mujeres hay tantas! El amor es sólo un juego, el honor es un deber.
DON RODRIGO.— ¡Ah! ¿Qué es lo que
me decís?
DON DIEGO.—Lo que es necesario que sepas.
DON
RODRIGO.—La ofensa a mi honor se venga sobre mí mismo, ¡y vos me incitáis a la vileza de la inconstancia! La infamia es igual y
corresponde lo mismo al soldado cobarde que al pérfido amador. No agraviéis mi
fidelidad; soportad me generoso sin hacerme perjuro: mis ligaduras son
demasiado fuertes para que se puedan romper de ese modo; alienta aún mi fe
aunque ya nada espero, y no pudiendo abandonar ni poseer a Jimena, la muerte
que deseo es mi más dulce castigo.
DON
DIEGO.—No es tiempo aún de buscar la muerte: tu rey y tu patria necesitan de tu brazo. La flota que se temía
ha entrado en el Guadalquivir creyendo sorprender a la ciudad y poder saquear
la comarca. Los moros van a descender, y la marea y la oscuridad en una hora
les harán presentarse sin ruido ante nuestras murallas. Se halla agitada la
Corte y el pueblo lleno de alarma: no se escuchan más que gritos ni se ven más
que lágrimas. En medio de la turbación general mi suerte ha permitido que
encontrara en mi casa a quinientos de mis amigos que, conociendo mi afrenta, y
llevados de un mismo celo, se venían a ofrecer para vengarme. Tú te has
anticipado a ellos; mas su bravura se templará mejor en la sangre de los
africanos. Marcha a su cabeza adonde el honor te reclame: es a ti al que
solicita por jefe tan noble partida. Ve a sostener el ataque de nuestros
eternos enemigos. Allí, si es que quieres morir, puedes hallar una hermosa
muerte; aprovecha la ocasión puesto que ésta se te ofrece; haz que deba tu rey
su salvación a tu pérdida; mas vuelve, mejor, coronado con los laureles de la
victoria. No reduzcas tu fama a vengar una afrenta; lleva aquélla más lejos:
obliga por tu valentía a que el rey te perdone y a que Jimena calle; si la
amas, volver con el triunfo es el único medio que te queda para reconquistar su
corazón. Mas el tiempo es demasiado precioso para andar perdiéndolo en
palabras. Te detengo con mis discursos Y quiero que corras. Ven, sígueme, ve a
combatir y a demostrar al Rey que lo que ha perdido en el conde lo recobra en
ti.
ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA
Jimena, Elvira
JIMENA.—¿No se trata de un falso rumor, lo
sabes bien, Elvira?
ELVIRA.—Nunca creerías cuánto le admiran
todos y cómo son elevadas hasta el cielo, en el clamor general, sus grandes
hazañas. Sólo para vergüenza suya han comparecido los moros ante él,
descendieron a tierra rápidamente, pero más rápida fue aún su huida. En tres
horas de combate han logrado nuestros soldados una victoria completa y han
hecho prisioneros a dos reyes. Ningún obstáculo encontraba el valor de su jefe.
JIMENA.—¿Todos esos milagros han sido
realizados por Rodrigo?
ELVIRA.—De sus nobles esfuerzos el premio
son esos dos reyes: su mano los venció y su mano los ha hecho cautivos.
JIMENA.—¿De quién puedes saber tan
extraordinarias nuevas?
ELVIRA.—Del pueblo, que por doquier hace
resonar sus alabanzas, nombrándole autor y causante de sus alegrías, su ángel
tutelar y su libertador.
JIMENA.—¿Y el rey con qué ojos contempla
tanta valentía?
ELVIRA.—Rodrigo no se atreve a comparecer
aún en su presencia, mas don Diego, lleno de entusiasmo, le presenta
encadenados en nombre del vencedor a esos reales cautivos, y solicita como
recompensa, de ese príncipe magnánimo, que se digne recibir a quien ha salvado
la comarca.
JIMENA.—¿No ha sido herido?
ELVIRA.—No sé nada; mas, si cambiáis de
color!. Sosegaos.
JIMENA.—Sí, y debo recobrar también mi
cólera que se debilita. ¿Por preocuparme de él es necesario que olvide mi
deber? Se le lisonjea, se le alaba, ¡y yo lo comparto! ¡Enmudece mi honor y
se hace impotente mi deber! Cállate, amor, y deja obrar a mi ira. Si ha vencido
a dos reyes, ha matado a mi padre; esas tristes vestiduras, sobre las que leo
mi desdicha, han sido las primeras consecuencias que produjo su valor, y dígase
lo que quiera de un corazón tan arrojado, todos los objetos aquí me hablan de
su crimen. Vosotros, que devolvéis su fuerza a mis iras, velos, crespones,
vestiduras, lúgubres ornamentos, pompa que me prescribe su victoria primera,
sostened bien mi honra contra mi amor, y cuando éste cobre demasiada puj anza,
hablad a mi espíritu de mi triste deber, combatid sin temor a un brazo
victorioso.
ELVIRA.—Moderad esos arrebatos, he aquí a
la infanta.
ESCENA SEGUNDA
La Infanta, Jimena, Leonor, Elvira
LA INFANTA.—No vengo aquí a consolar tus
dolores, sino, mejor, a mezclar mis gemidos a tus lágrimas.
JIMENA.—Más vale que compartáis la general
alegría y que disfrutéis de la ventura que nos ha sido enviada por el cielo,
señora. Nadie sino yo tiene derecho a gemir: don Rodrigo ha sabido apartar el
peligro de nosotros, y el bienestar que sus armas os devuelven sólo a mí me
consienten que llore todavía. Ha salvado a la ciudad, ha servido a su rey, y
sólo para mí es funesto su brazo.
LA INFANTA.—Mi Jimena, ciertamente ha hecho
maravillas.
JIMENA.— y a ha llegado a mis oídos ese
enfadoso rumor, y escucho que publican a grandes voces a tan bravo soldado cuan
infausto amador.
LA INFANTA.—¿Qué tiene de enfadoso para ti
ese rumor popular? El joven Marte a quien él ensalza bien supo complacerte
antes: poseía tu alma, vivía bajo tus leyes; loar su valor, por tanto, es
honrar a quien escogiste.
JIMENA.—Cada cual podrá ensalzarle con
razón, pero para mí esa alabanza es un nuevo suplicio. Se exacerba mi dolor al
ponerle tan alto. Veo así cuánto pierdo, al ver cuánto vale. ¡Ah,
crueles desesperaciones para el espíritu de una enamorada! Cuanto más conozco
su mérito, más aumenta mi ardor. No obstante, sigue siendo más fuerte mi deber,
y a pesar de mi amor, perseguirá su muerte.
LA INFANTA.—Ayer ese deber hizo que se te
tuviera en gran estima. El esfuerzo que para sobreponerte a ti mismo hiciste
era tan magnánimo, tan digno de un corazón noble, que cada cual admiraba en la
Corte tu entereza y se compadecía de tu amor. Pero ¿quieres escuchar el consejo
de una amistad fiel?
JIMENA.—Sería un delito en mí no
obedeceros.
LA INFANTA.—Lo que entonces fue justo, hoy
ya no lo es. Ahora Rodrigo es nuestro único apoyo, la esperanza y el fervor de
un pueblo que le adora, el sostén de Castilla y el terror del moro. El rey
mismo comparte esta verdad, según la cual sólo en Rodrigo resucita tu padre, y
si quieres que te lo diga en dos palabras, tú persigues, con su muerte, la
ruina de todos. ¡Ah! ¿Es qne por vengar a un padre podrá permitirse nunca que se
abandone a la patria en manos del enemigo? ¿Está justificada contra nosotros tu
persecución? ¿Hemos tomado parte en el crimen nosotros para ser castizados? No
quiero decirte con esto que debas casarte con aquel al que la muerte de tu
padre te obligaba a acusar: yo misma trataría de arrancarte la intención de
hacerlo; desposéele de tu amor, pero déjanos su vida.
JIMENA.—¡Ah, no está en mí ser tan
generosa!.¡El deber que me impulsa no tiene límites! Por mucho que mi amor me
incline de su parte, aunque le adore un pueblo y un rey le colme de favores,
aunque se halle rodeado de los más atrevidos guerreros, abatiré sus laureles
bajo el peso de mi luto.
LA INFANTA.—Es noble, para vengar a un
padre, permitir que nuestro deber ataque a una persona tan querida; pero existe
otro de más importancia: sacrificar a los intereses de la patria los de la
sangre. No, créeme, ya basta con que dejes extinguir tu amor; estará bien
castigado con verse rechazado de tu alma. Que el bienestar de tu patria te
imponga esta ley. Por lo demás, ¿qué crees que te concederá el rey?
JIMENA.—Puede darme una negativa, pero yo
no me puedo callar.
LA INFANTA.—Piensa bien, Jimena, lo que
pretendes hacer. Adiós; a solas te será fácil pensar sobre ello.
JIMENA.—Después de muerto mi padre, nada
tengo que decidir.
ESCENA TERCERA
Don Fernando, don Diego, don Arias, don
Rodrigo, don Sancho
DON FERNANDO.—Noble heredero de una familia
ilustre que fue siempre la gloria y el apoyo de Castilla, descendiente de
tantos antepasados famosos por su valor y al que las primeras muestras del tuyo
han igualado: para recompensarte es pequeño mi poder, no tengo tanto cuantos
son tus méritos. El librar a la nación de tan rudo enemigo, afirmar el cetro en
mi mano por obra de la tuya, y deshacer a los moros antes de que en el riesgo
en que nos ponían yo pudiera dar orden para rechazar sus armas, no son hazañas
qlle permitan a tu rey la posibilidad ni la esperanza de pagarte la deuda que
te debo. Mas dos reyes, cautivos tuyos, serán tu recompensa. Los dos te han
dado el nombre de su Cid en mi presencia; puesto que Cid en su idioma vale tanto como señor, yo no te privaré de ese nombre
que te honra. Sé en adelante el Cid; que todo ceda ante ese gran nombre;
que llene de terror a Granada y a Toledo, y que indique a todos cuantos viven
bajo mis leyes todo lo que vales y todo lo que yo te debo.
DON RODRIGO.—Que Vuestra Majestad, señor,
disculpe mi modestia. Concede demasiada importancia a tan flaco servicio y me
obliga a enrojecer delante de tan gran rey por merecer tan poco el honor que
recibo. Demasiado sé cuánto es lo que debo a vuestro imperio, a la sangre que
me anima y al aire que respiro, y si los pierdo por tan justa causa no haré más
que cumplir con la obligación de un súbdito.
DON FERNANDO.—Cuantos esa misma obligación
impulsa a mi servicio no cumplen con el mismo arrojo, y cuando el valor no
llega hasta el exceso, no logra producir triunfos tan extraordinarios. Acepta,
pues, que se te ensalce, y refiéreme con mayor detalle el suceso de esta
victoria.
DON RODRIGO.—Señor, supisteis que en e\
riesgo apremiante que condujo a la ciudad a tan grave temor, un grupo de amigos
que se reunieron en casa de mi padre impulsó mi ánimo, turbado todavía... Mas,
señor, perdonad mi osadía si me atreví a emplearla sin vuestra autoridad: se
acercaba el peligro; su grupo estaba preparado; mostrándome en el patio,
arriesgué mi cabeza; mas si era necesario perderla, prefería hallar la muerte
combatiendo por vos.
DON FERNANDO.—Disculpo tu apresuramiento en
vengar tu afrenta, y la defensa que tú has hecho del Estado me habla en tu
favor. En adelante, bien puedes creer que por mucho que hable Jimena no la he
de escuchar más que para consolaria. Mas prosigue.
DON RODRIGO.—Bajo mis órdenes, pues, se adelanta
esta partida mostrándose en la frente de todos una viril firmeza. Salimos
quinientos, mas pronto recibimos refuerzos, y éramos tres mil cuando llegamos
al muelle.¡Tanto era el valor que recobraban los más temerosos viéndonos
avanzar de esta manera! Escondí las dos terceras partes tan pronto como
llegamos, en el fondo de los navíos que fueron hallados al punto; el resto,
cuyo número aumentaba a cada momento, ardiendo en impaciencia, permanece a mi
alrededor, se oculta contra el suelo y, sin hacer ningún ruido, pasó así gran
parte de la noche. Por orden mía la guardia hace lo mismo y, manteniéndose
oculta, colabora con mi estratagema; yo fingí osadamente haber recibido de vos
la orden que se me veía obedecer y que yo di a todos. La indecisa claridad que
desciende de las estrellas nos permite ver, al cabo, con la marea, treinta
navíos, las olas se hinchan bajo ellos, y en un esfuerzo común los moros y el
mar suben hasta el puerto. Se les deja pasar; todo les parece tranquilo; ningún
soldado en el puerto, ninguno sobre los muros de la ciudad. Nuestro profundo
silencio, engañándoles, hace que no se atrevan a dudar de habernos sorprendido;
se acercan sin temor, echan el ancla, descienden y corren a entregarse a las
manos que les esperan. Nos levantamos entonces y todos al mismo tiempo elevamos
hasta el cielo mil gritos resonantes. Los nuestros, a esos gritos, responden
desde nuestros navíos; aparecen armados, los moros se llenan de confusión, el
pánico les domina desde que se hallan descendiendo; antes de empezar a combatir
se consideran perdidos. Corrían al pillaje y encuentran las armas; les abatimos
sobre el mar, les abatimos sobre la tierra, y hacemos correr ríos de sangre,
antes de que ninguno se resista o de que pueda recuperar su puesto. Pero
pronto, a pesar de nuestros esfuerzos, sus príncipes les reúnen; renace su
valor y sus terrores se olvidan; la vergüenza de morir sin haber combatido
contiene su desorden y les devuelve el coraje. Contra nosotros, a pie firme,
blanden sus cimitarras, hacen una horrible confusión entre su sangre Y la
nuestra, y la tierra, el río, su flota y el muelle son campos de batalla donde
triunfa la muerte. ¡Oh, cuántas acciones, cuán grandes hazañas han quedado sin gloria en
medio de las tinieblas, donde cada uno, testigo solamente de los grandes golpes
dados por él, no podía discernir hacia qué parte se inclinaba la suerte! Yo
acudía a todas para envalentonar a los nuestros, señalar su sitio a los que
acudían, impulsarles a su vez; pero tampoco pude saberlo hasta romper el alba.
Mas, al cabo, su claridad pone de relieve nuestra ventaja: el moro ve su
derrota y pierde en seguida el valor, y viendo la llegada de un refuerzo que
acude a nuestro socorro, el entusiasmo de vencer cede ante el temor de morir.
Ganan sus navíos, cortan las amarras, lanzan gritos horribles, se retiran en
tumulto, no parando mientes en si sus reyes pueden retirarse con ellos. Su
pánico es excesivo para que les permita cumplir este deber: la marea les trajo,
y la marea se los lleva, mientras que sus reyes, que se han lanzado en medio de
nosotros, y algunos más de entre los suyos, acribillados de heridas disputan
bravamente sus vidas vendiéndolas caras. Inútilmente les invito yo mismo a
rendirse: con la cimitarra en la mano no me escuchan; mas viendo caer a sus
pies a todos sus soldados, y que solos ya, en vano se defienden, preguntan por
el jefe: doy mi nombre, se rinden. Juntos os los envié a un tiempo mismo, y el
combate cesó por falta de combatientes. De esta manera fue como en vuestro
servicio...
ESCENA CUARTA
Don Fernando, don Diego, don Rodrigo,
don Arias, don Alonso, don Sancho
DON ALONSO.—Señor, Jimena viene a pediros
justicia.
DON FERNANDO.— ¡Qué aviso enojoso y
qué deber importuno! Vete, no quiero obligarla a que te vea. Por todo
agradecimiento me es preciso hacerte marchar; mas antes de que salgas, ven, tu
rey quiere abrazarte.
DON DIEGO.—Jimena le persigue, y quisiera
salvarle.
DON FERNANDO.—Me han dicho que le ama y voy
a probarlo. Mostrad más triste semblante.
ESCENA QUINTA
Don Fernando, don Diego, don Arias, don
Sancho, don Alonso, Jimena, Elvira
DON FERNANDO.—Quedad contenta al cabo,
Jimena, los hechos responden a vuestros deseos. Si Rodrigo venció a nuestros
enemigos, ha muerto ante nuestros ojos a consecuencia de las heridas que
recibió; dad gracias al cielo, que os ha vengado. (A don Diego.) Ved
cómo cambia ya de color.
DON DIEGO.—Mas ved que se desmaya, y
admirad en ello, Señor, las pruebas de un amor perfecto. Su dolor ha
traicionado lo que oculta su alma y ya no os permite dudar de ese amor.
JIMENA.— ¡Cómo! ¿Ha muerto
Rodrigo?
DON FERNANDO.—No, no, vive, y te mantiene
un amor constante. Sosiega, pues, tu dolor.
JIMENA.—Señor, un desmayo puede ser tanto
de alegría como de tristeza; un exceso de alegría nos hace tan débiles que
cuando sorprende a nuestra alma nos priva de nuestros sentidos.
DON FERNANDO.—¿Es que quieres que creamos
en ti lo imposible? Jimena, tu dolor se ha mostrado demasiado evidente.
JIMENA.—Pues bien, señor, añadid esto más a
mis desdichas, haced de mi desmayo la consecuencia de mi dolor: un justo pesar
me ha llevado hasta ese extremo. Su muerte hurtaba su vida a mi persecución; si
muere por las heridas recibidas en defensa de su patria ha fracasado mi
venganza y quedan traicionados mis designios. Un fin tan hermoso es demasiado
inj usto para mí. Reclamo su muerte, pero no una muerte gloriosa, no en un
honor que tan alto le encumbte, no en el campo de batalla, sino en el patíbulo;
que muera en compensación a la muerte de mi padre, y no por la patria; que
lleve una mancha su nombre y se marchite su recuerdo. Morir por la nación no es
un fin lamentable: es inmortalizarse con una hermosa muerte. Acato su victoria,
sí, y ello no es un delito; con ella asegura al Estado y me devuelve mi
víctima, ennoblecida, cubierta de fama entre todos los guerreros; me devuelve
su cabeza coronada, en vez de flores, de laureles, y para decir en una palabra
lo que pienso, digna de ser inmolada a los manes de mi padre... ¡Ay, por
qué esperanza me dejo conducir! Nada tiene que temer Rodrigo por mi parte. ¿Qué
podrían temer contra él lágrimas que se menosprecian? Para él todo vuestro
reino es un asilo; en él, bajo vuestro poder, todo se lo puede permitir;
triunfa sobre mí igual que sobre los enemigos. Ahogada la justicia en la sangre
vertida por éstos, a los crímenes del vencedor sirve de nuevo trofeo;
magnificamos su esplendor y el desprecio a la ley nos hace seguir su carro
triunfal en medio de dos reyes.
DON FERNANDO.—Hija mía, demasiada violencia
existe en esos arrebatos. Cuando se hace justicia debe echarse todo en los
platillos de la balanza: mató a tu padre, él era el agresor; la equidad misma
me ordena ser benigno. Antes que acusarle, consulta bien a tu corazón: Rodrigo
es su dueño, y tu amor en secreto le da gracias a tu rey porque con su perdón
le conserva para ti.
JIMENA.—¡Para mí, mi enemigo,
el objeto de mis iras, el autor de mis infortunios, el asesino de mi padre! ¡Tan poco
caso se hace de mi justo proceder que se cree obligarme al no prestarme
atención! Puesto que os negáis a hacer justicia a mis lágrimas, permitidme,
señor, que a las armas recurra; con ellas me ha ultrajado y es con ellas con
las que me debo vengar. Reclamo su cabeza a todos vuestros caballeros; sí, que
uno de ellos me la traiga y yo le perteneceré; que le combatan, señor, y el
lance concluido, me casaré con el vencedor, si Rodrigo es castigado. Permitid
que bajo vuestra autoridad se proclame así.
DON FERNANDO.—Esa vieja costumbre
establecida en estos lugares, bajo el pretexto de castigar un atentado injusto,
privándole de sus mejores combatientes, debilita al Estado; con frecuencia las
consecuencias deplorables de tal exceso oprimen al inocente y sostienen al reo.
De tal costumbre dispenso a Rodrigo; le tengo en demasiada estima para
exponerle a los caprichos de la suerte, y sea cuanto quiera lo que haya podido
cometer un corazón tan magnánimo, los moros, al huir, se han llevado consigo su
delito.
DON DIEGO.—¡Ah, señor, para él
sólo abolís las leyes que tantas veces ha visto observar la Corte entera! ¿Qué
es lo que pensará vuestro pueblo y qué dirá la envidia, si defendida por vos es
ahorrada su vida y se hace de ello un pretexto para no comparecer al lugar en
que toda la gente noble busca una muerte digna? Favores semejantes debilitarían
con exceso su reputación: que goce sin enrojecer los frutos de su victoria. El
conde fue osado y él supo castigarle: se ha comportado como un valiente y debe
mantener su conducta.
DON FERNANDO.—Puesto que así lo queréis, lo
concedo; mas, de un soldado vencido otros mil ocuparían el lugar, y la
recompensa que Jimena ha ofrecido al vencedor, de todos mis caballeros haría
enemigos suyos. A él sólo oponerle contra todos sería demasiado injusto: basta
con que una vez entre en la liza. Escoge a quien quieras, Jimena, y escoge
bien; después de ese torneo no solicites nada más.
DON DIEGO.—No excuséis con ellos a los que
temen su brazo: dejad un campo abierto, en el que nadie ha de atreverse a
entrar. Después de lo que Rodrigo ha puesto de manifiesto hoy ¿quién tendría
tan vano atrevimiento que osara desafiarle? ¿Quién se arriesgaría contra un
adversario así? ¿Quién sería ese valiente, o mejor quién tendría tanta
temeridad?
DON SANCHO.—Haced abrir el campo: he aquí
el contrincante. Yo soy ese temerario, o mejor, ese valiente. Concededme esta
merced, señora: vos sabéis que me la prometísteis.
DON FERNANDO.—Jimena, ¿abandonas tu causa a
esas manos?
JIMENA.—Lo prometí, señor.
DON FERNANDO.—Estad preparados mañana.
DON DIEGO.—No, señor, no hace falta
retrasar lo más: siempre se está preparado cuando se posee valor.
DON FERNANDO.— ¡Salir de una
batalla y combatir al instante!
DON DIEGO.—Rodrigo ha tomado aliento al
referírnosla.
DON FERNANDO.—Una o dos horas, al menos,
quiero que se esperen. Mas, por temor a que esta lid sirva de ejemplo, y para
testim.oniar a todos que permito a pesar mío un proceder que no me plugo nunca,
ni yo ni nadie de palacio nos hallaremos presentes. (Dirigiéndose a don
Arias.) Vos solo haréis de juez: cuidad de que los dos se conduzcan con
nobleza y cuando el combate concluya traedme al vencedor. Quienquiera que sea,
su recompensa será la misma: quiero por mí mismo llevarle a Jimena, y que
reciba como premio su amor y su fidelidad.
JIMENA.— ¡Ah, señor,
imponerme tan dura ley!
DON FERNANDO.—Te quejas, mas tu amor, lejos
de aprobar que lo hagas, si Rodrigo venciese le aceptaría sin disgusto. Deja de
lamentarte contra una orden tan benigna. Cualquiera que sea de los dos, haré de
él tu esposo.
ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA
Don Rodrigo, Jimena
JIMENA.— ¡Ah, Rodrigo, en
pleno día! ¿Cómo tienes tanta audacia? Vete, me faltas al respeto. Retírate,
por favor.
DON RODRIGO.—Voy a morir, señora, y acudo
aquí antes de que tal suceda, a daros (1) mi último adiós: el amor
inquebrantable que me impulsa a serviros no se atreve a aceptar mi muerte sin antes
rendiros homenaje.
JIMENA.— ¡Vas a morir!
DON RODRIGO.—Corro hacia esos venturosos
instantes que entregarán mi vida a vuestros resentimientos.
JIMENA.— ¡Vas a morir! ¿Es
tan temible don Sancho que pueda infundirte temor? ¿Quién te ha vuelto tan
débil, o quién le ha hecho tan fuerte a él? ¡Va a combatir
Rodrigo y se cree muerto ya! Aquel que no ha temido a los moros, ni a mi padre,
¡va a combatir a don Sancho y ya desespera! ¡Así, pues, se abate,
ante la ocasión, tu bravura!
(1) A
partir de aquí, Rodrigo deja de tutear a Jimena.
DON RODRIGO.—Acudo al suplicio y no al
combate; bien sabe la lealtad de mi amor quitarme el deseo, cuando vos buscáis
mi muerte, de defender mi vida. Mi bravura es siempre la misma, mas para nada
quiero mi brazo cuando hay que conservar lo que no queréis; ya esta noche me
habría sido mortal si sólo para mí mismo hubiera combatido; mas defendiendo al
rey, a su pueblo y ami patria, buscando mi muerte les hubiera traicionado. La
nobleza de mi espíritu no me permite odiar tanto la vida que quiera abandonarla
con una deslealtad. Mas ahora que se trata solamente de mi interés, vos
reclamáis mi muerte y yo acepto la sentencia. Vuestra ira os hace elegir otra
mano, pues yo no merezco morir por la vuestra. No se me ha de ver rechazar sus golpes.
Es mayor el respeto que debo a quien por vos combate, y contento por saber que
es de vos de quien proceden, le presentaré mi pecho al descubierto, adorando en
su mano a la vuestra que es la que me pierde.
JIMENA.—Si la justificada crueldad de un triste
deber, que me hace a pesar mío perseguir tu bravura, tan dura ley prescribe a
tu amor que te hace ir indefenso a quien por mí combate, no olvides por ello
que en ese lance te juegas tanto tu vida como tu fama, y que por mucho que sea
el renombre en que hayas vivido, cuando se te sepa muerto, se te creerá
derrotado. Más querida que yo es para ti tu reputación, puesto que ella hizo
que tus manos se mojaran en la sangre de mi padre, y puesto que te hace
renunciar aún, a pesar de que me ames, a la más dulce esperanza de obtener mi
posesión, veo, sin embargo, que haces tan poca cuenta de ella, que sin
presentar combate quieres que te venzan. ¿Qué debilidad es la que hace
que flaquee tu arrogancia? ¿Por qué no la tienes ya, o por qué la tuviste
entonces? ¿Cómo es que sólo eres noble para ultrajarme? Si no se trata de
ofenderme, ¿ya carece de entereza? ¿Tan riguroso eres para mi padre que después
de haberle vencido, soportas que otro te venza a ti? Vete, sin desear morir,
déjame que te persiga, y defiende tu honor, si es que ya no quieres vivir.
DON RODRIGO.—Después de la muerte del conde
y de la derrota de los moros, ¿necesitaría de otras pruebas mi fama? Bien puede
ésta desdeñar el cuidado de defenderme: se sabe que mi bravura es capaz de
emprenderlo todo, de alcanzarlo todo y que, bajo la capa del cielo, nada me es
tan precioso como mi honor. No, no, en ese combate, sea cuanto fuere lo que
queráis creer, Rodrigo puede morir sin arriesgar su fama, sin que se le pueda
acusar de falta de coraje, sin pasar por vencido y sin permitir a un vencedor.
Se dirá tan sólo:
«Adoraba a Jimena.
No ha querido vivir y merecer su odio. Cedió por propio impulso ante el rigor
del destino que quiso que su amada persiguiera su muerte; ella reclamaba su
cabeza, y su magnánino corazón creería cometer un delito si se la
hubiera negado. Para vengar su honra perdió su amor, para vengar a su
amada puso fin a sus días, prefiriendo, pese a cualquier
esperanza que pudiera abrigar, su honra a Jimena, y Jimena a su
vida.» Así, pues, contemplaréis mi muerte en esa lid, lejos de oscurecer mi
fama, realzando su esplendor, y ella sobrevivirá a mi voluntaria muerte, con la
que otro alguno no os hubiera conseguido satisfacer.
JIMENA.—Puesto que para impedirte correr
hacia la muerte, tu fama y tu vida pueden tan poco, si alguna vez me has
amado, Rodrigo, defiéndete por ello ahora para hurtarme a don Sancho. Combate
para libertarme de una condición que me pone en manos de aquel que es objeto de
mi repulsa. ¿Te diré más aún? Ve, piensa en defenderte, para triunfar sobre mi
deber, para imponerme silencio, y si sientes todavía algún amor hacia mí, sal
vencedor de un combate del que Jimena constituye el premio. Adiós, esa vil
palabra me hace enrojecer de vergüenza.
DON RODRIGO.—¿Existe algún enemigo al que
yo no pueda avasallar ahora? Compareced, navarros, castellanos y moros, y todos
cuantos valientes España ha criado; uníos todos y formad un ejército para
combatir a una mano que tal impulso recibe. Juntad vuestros esfuerzos contra
tan dulce esperanza; para llegar a buen término sois pocos vosotros. prolongada
tortura, ni extinguir al amor ni aceptar al amado! Mas ya son demasiados
escrúpulos y se maravilla mi razón de que quede postergado un objeto tan digno:
aunque por mi cuna sólo a. los reyes me deba, Rodrigo, he de vivir sin deshonra
bajo tu ley. Después de haber vencido a dos monarcas, ¿podrá faltarte corona a
ti? Y ese nombre de Cid, que ahora has conquistado, ¿ no pone bien de
manifiesto que debes reinar? Sí, es digno de mí, mas pertenece a Jimena; la entrega
que hice de él me anonada. La muerte de un padre tan poco odio ha puesto entre
ellos, que muy a su pesar la voz de la sangre clama contra él. No esperemos,
pues, ningún fruto de su crimen, ni de mi pesar, ya que ha querido mi suerte,
para castigarme, que el amor perdure incluso entre dos enemigos.
ESCENA SEGUNDA
La Infanta
LA INFANTA.—¿He de escucharte aún, respeto
hacia mi cuna, que haces un delito de mi inclinación? ¿He de escucharte aún,
amor, cuyo dulce poder contra ese cruel tirano hace que se revelen mis
promesas? ¡Pobre princesa! ¿A cuál de los dos quieres prestar tu obediencia?
Rodrigo, tu valor te hace digno de mí; mas aunque seas valiente, no eres hijo
de rey. ¡Suerte cruel, cuyo rigor separa mi honra de mis deseos! ¿Se hubiera
dicho que el otorgarme tan gran nobleza costara tantos pesares a mi corazón? ¡Oh,
cielos; a cuántos lamentos me conducís si no logro jamás, por tan prolongada
tortura, ni extinguir al amor ni aceptar al amado! Mas ya son demasiados
escrúpulos y se maravilla mi razón de que quede postergado un objeto tan digno:
aunque por mi cuna sólo a los reyes me deba, Rodrigo, he de vivir sin deshonra
bajo tu ley. Después de haber vencido a dos monarcas, ¿podrá faltarte corona a
ti? Y ese nombre de Cid, que ahora has conquistado, ¿no pone bien de manifiesto
que debes reinar? Sí, es digno de mí, mas pertenece a Jimena; la entrega que
hice de él me anonada. La muerte de un padre tan poco odio ha puesto entre
ellos, que muy a su pesar la voz de la sangre clama contra él. No esperemos,
pues, ningún fruto de su crimen, ni de mi pesar, ya que ha querido mi suerte,
para castigarme, que el amor perdure incluso entre dos enemigos.
ESCENA TERCERA
La Infanta, Leonor
LA INFANTA.—¿De dónde vienes, Leonor?
LEONOR.—A aplaudiros, señora, en el sosiego
que, al cabo, encontró vuestra alma.
LA INFANTA.—¿De dónde llegará ese sosiego
al colmo de las desdichas?
LEONOR.—Si el amor vive de esperanzas, con
ellas muere. Ya no puede seducir Rodrigo a vuestro corazón. Conocéis la lid a
la que Jimena le empuja: es preciso que muera o que sea su marido. Estáis
curada, pues, ya que vuestra esperanza ha muerto.
LA INFANTA.— ¡Ah, cuántas cabe
tener aún!
LEONOR.—¿Qué podéis esperar?
LA INFANTA.—Di mejor, ¿qué esperanza puedes
arrebatarme? Si Rodrigo combate bajo esas condiciones, para frustrar sus
consecuencias ya sé lo que hay que hacer. El amor, ese dulce causante de mis
crueles torturas, enseña a los que le obedecen sobrados artificios.
LEONOR. — ¿Qué podréis conseguir cuando la
muerte de un padre no ha podido encender la discordia entre ellos? Bien muestra
Jimena con su proceder que no es hoy el odio el que la impulsa. Logra una lid,
y para que combata por ella ha aceptado al instante al primero que se ha
ofrecido: no ha recurrido a esos brazos nobles que tantas hazañas hicieron
famosos; le basta con don Sancho y merece su aceptación porque por vez primera
va a tomar las armas. Prefiere en tal duelo su falta de experiencia; como
carece de renombre, no alberga ninguna desconfianza; bien podéis ver por ello
que Jimena busca un combate que triunfe sobre su deber, que proporcione a
Rodrigo una fácil victoria y la autorice, al cabo, a mostrarse satisfecha.
LA INFANTA.—Bien me doy cuenta de ello y,
sin embargo, tanto como Jimena amo al vencedor. ¿A qué puedo resolverme yo,
infortunada amante?
LEONOR.—A recordar mejor vuestra cuna. ¡El cielo
os debe un rey y amáis mejor a un súbdito!
LA INFANTA.—Cambia de objeto mi
inclinación. No amo a Rodrigo, un simple hidalgo. No, no es ése el nombre que
le da mi amor: si amo, es al autor de tan grandes hazañas, al valeroso Cid, al
señor de dos reyes. Me contendré, pues, no por temor a ninguna vergüenza, sino
para no enturbiar pasión tan hermosa; y aunque se le coronase para decidirme,
no he de querer en modo alguno recuperar un bien que yo misma cedí. Puesto que
en esa lid su victoria es segura, vayamos una vez más a entregarle a Jimena. Y
tú, que conoces las señales grabadas sobre mi corazón, ven a verme concluir lo
mismo que empecé.
ESCENA CUARTA
Jimena,
Elvira
JIMENA.—¡Cómo sufro, Elvira, y cuán digna
soy de compasión! No sé más que esperar y todo lo temo; no forjo ningún deseo
al que me atreva a consentir; a nada aspiro, sino a un pronto arrepentimiento.
Obligo a que dos rivales tomen las armas por mí: lágrimas ha de costarme el más
feliz resultado. Sea lo que fuere lo que la suerte ordene en mi favor, o queda
sin vengar mi padre, o habrá de morir mi amado.
ELVIRA.—De una u otra manera quedaréis
satisfecha: o tenéis a Rodrigo o quedáis vengada, y ordene lo que quiera de vos
el destino no hará más que mantener vuestra reputación y daros un esposo.
JIMENA.—¿Cómo? ¡El causante de mi odio, o
el de tanta desventura! ¡Al asesino de Rodrigo, o al de mi padre! Por ambas partes se me
concede un esposo teñido aún con la sangre más querida para mí; contra las dos
partes se rebela mi alma; temo más que a la muerte al término de mi querella:
id, venganza, amor, que turbáis mi espíritu, ninguna dicha podéis otorgarme a
tal precio. Y tú, oh Dios, que mueves los hilos de mi suerte enemiga, concluye este
combate dejándolo indeciso, sin hacer a ninguno de los dos ni vencedor ni
vencido.
ELVIRA.—Eso sería trataros con demasiado
rigor. Es un nuevo suplicio para vuestra alma ese combate si os ha de dejar
reducida a pedir justicia, a testimoniar siempre ese violento rencor, a
perseguir constantemente la muerte del que amáis. Señora, vale más que su
inaudita bravura, coronando su frente, os reduzca al silencio; que ahogue
vuestros gemidos la ley del combate y que el rey os obligue a seguir vuestros
deseos.
JIMENA.—Aunque él salga vencedor, ¿crees
que habré de rendirme? Es más fuerte mi deber y demasiado grande mi pérdida. No
basta para ella la razón del combate o la voluntad del rey. Puede vencer a don
Sancho con poco esfuerzo, pero no la reputación de Jimena; y a pesar de lo que
el monarca haya prometido a su triunfo, mi honra le proporcionará otros mil
enemigos.
ELVIRA.—Tened cuidado de que para
castigaros de tan gran orgullo el cielo no permita al fin que seáis vengada.
¿Cómo, queréis rechazar todavía la ventura de poder callaros sin mengua para
vuestro honor? ¿Qué pretende esa imposición y qué es lo que espera? ¿Os
devolverá a vuestro padre la muerte de vuestro amante? ¿No tenéis bastante ya
con un infortunio? ¿Son necesarias víctima tras víctima y dolor tras dolor?
Obstinándoos de ese modo no merecéis el amante que se os otorga; hemos de ver
la justiciera cólera del cielo entregaros, con su muerte, a don Sancho por
esposo.
JIMENA.—Elvira, muchas son ya mis penas; no
quieras redoblarlas con ese funesto augurio. Quiero, si ello me es posible,
evitar los a los dos; si no, todos mis votos son en ese combate por Rodrigo:
no porque un loco apasionamiento me incline a su favor, mas porque si él fuera
vencido, yo sería de don Sancho. En contra de esto último nacen todos mis
deseos. Mas ¿qué veo?
¡Desgraciada de mí! Elvira, ya es un hecho.
ESCENA QUINTA
Don Sancho, Jimena, Elvira
DON SANCHO.—Obligado a depositar esta
espada a vuestros pies...
JIMENA.—¿Cómo, teñida aún con la sangre de
Rodrigo? Pérfido, ¿te atreves a presentarte ante mis ojos después de haberme
arrebatado a lo que más amaba? Muéstrate, mi amor, ya nada tienes que temer: mi
padre está satisfecho, cesa de contenerte. El mismo daño ha puesto a cubierto
mi honra, en desesperación mi alma y mi amor en libertad.
DON SANCHO.—Con un ánimo más tranquilo...
JIMENA.—¿Me hablas aún, execrable asesino
de un héroe al que adoro? Vete, le has vencido a traición. Un guerrero tan
arrojado nunca hubiera sucumbido bajo un tal enemigo. No esperes nada de mí,
pues en modo alguno me has servido; creyendo vengarme, me has quitado la vida.
DON SANCHO.—Extraña actitud, por la que
lejos de escucharme...
JIMENA.—¿Quieres que te escuche
lisonjeándote de su muerte, que oiga con gusto la insolencia con que
describirás su infortunio, mi crimen y tu bravura?
ESCENA SEXTA
Don Fernando, don Diego, don Arias, don
Sancho, don Alonso, Jimena, Elvira.
JIMENA.—Señor, ya no es necesario que os
oculte cuanto mis esfuerzos no os han podido celar. Amaba, lo supisteis; mas
para vengar a mi padre quise, ciertamente, perseguir a quien me era tan
querido. Vuestra majestad, señor, por sí misma pudo adivinar cómo he hecho que
cediese mi amor ante mi deber. Al fin, Rodrigo ha muerto, y su muerte me ha
transformado de implacable enemiga en afligida amante. Yo debía esta venganza
al que me dio el ser y ahora debo estas lágrimas a mi amor. Don Sancho ha
causado mi ruina tomando mi defensa, ¡y yo soy el premio al brazo que me ha
perdido! Señor, si la piedad puede conmover a un monarca, revocad, por favor,
tan dura ley; yo le dejo mi bien por recompensa a una victoria con la que
pierdo lo que amo; que él me deje a mí; que pueda llorar sin tregua, en un
claustro sagrado y hasta mi último suspiro, a mi padre y a mi amante.
DON DIEGO.—Ella ama, al cabo, señor, y no
considera un delito confesar con sus propios labios un amor legítimo.
DON FERNANDO.—Jimena, sal de tu error, tu
amante no ha muerto, y don Sancho, vencido, te ha hecho un falso relato.
DON SANCHO.—Señor, un acaloramiento
excesivo la ha hecho incurrir en él a mi pesar; regresaba del combate para
referirle su resultado. El noble guerrero, que es dueño de su corazón: «No
temas nada —me dijo, al desarmarme—; antes dejaré incierta la victoria que
derramar la sangre arriesgada en defensa de Jimena; mas, puesto que mi deber me
llama junto al rey, vete a verla por mí y de parte del vencedor llévale tu
espada.» Señor, he venido, mas ella le ha hecho sufrir un error: ha creído
que fui yo quien venciera viéndome de regreso, y su cólera ha traicionado
súbitamente a su amor con tal arrebato y tanta impaciencia que no he conseguido
hacerme escuchar ni un solo instante. En cuanto a mí, aunque derrotado, me doy
por contento; pese a lo mucho que contraría a mi corazón y aunque pierdo
infinitamente, prefiero mi derrota, puesto que ha permitido el feliz resultado
de tan perfecto amor.
DON FERNANDO.—Hija mía, no hay que
avergonzarse de que éste sea así, ni buscar el modo de negarlo. Es en vano que
te solicite un laudable deber: tu reputación se halla libre de su compromiso y
tu honor está a salvo. Queda satisfecho tu padre, puesto que era vengarle el
hacer correr un riesgo tantas veces a Rodrigo. Habiendo hecho tanto por él, haz
algo por ti misma y no te muestres rebelde a mis mandatos que te otorgan un
esposo tan querido.
ESCENA SÉPTIMA
Don Fernando, don Diego, Don Arias, Don
Rodrigo, don Alonso, don Sancho, la Infanta, Jimena, Leonor, Elvira.
LA INFANTA.—Enjuga tus lágrimas, Jimena, y
sin tristeza recibe de mis manos al magnánimo vencedor.
DON RODRIGO.—No os ofendáis, señor, si ante
vuestra presencia un amoroso respeto me arrodi lla a SUS pies. No vengo aquí a
reclamar mi conquista: vengo una vez más a traeros mi vida, señora; mi amor no
ha de hacer uso ni de las leyes del torneo ni de la voluntad del rey. Si todo
es poco aún por vuestro padre, decidme con qué medios le debéis satisfacer. ¿Es
preciso combatir aún a mil y mil rivales, extender mis hazañas hasta los
confines de la tierra, hacer huir a un ejército, sobrepasar la fama de los
héroes fabulosos? Si con ello puede al fin lavarse mi crimen, yo me atrevo a
emprenderlo todo y a concluirlo después; mas si ese honor altivo, inexorable
siempre, no se puede apaciguar sin la muerte del reo, no arméis más contra mí
el poder de los humanos: mi cabeza se halla a vuestras plantas, vengaos por vos
misma; son sólo vuestras manos las que tienen derecho a vencer a un invencible;
tomad una venganza que sólo vos podéis realizar. Pero que, al menos, mi muerte
sea bastante para castigarme: no me rechacéis de vuestro pensamiento, y puesto
que con ella se mantiene vuestra reputación, conservad mi recuerdo en desquite
y decid alguna vez, deplorando mi suerte: «Si no me hubiera amado no habría
muerto.»
JIMENA.—Levántate, Rodrigo. Debo
confesarlo, señor; demasiado he dicho ya para que pueda desmentirme. Rodrigo
posee cualidades que yo no puedo odiar y cuando un rey ordena se le debe
obedecer. Mas, a pesar de lo que me hayáis ordenado, ¿podríais soportar ante
vuestros ojos este himeneo? Aun cuando impongáis este esfuerzo a mi deber, ¿es
que vuestra justicia puede consentirlo? Si tan necesario es Rodrigo a la
nación, ¿debo ser yo el pago a cuanto hace por vos, y debo entregarme yo misma
al eterno reproche de haber mojado mis manos en la sangre paternal?
DON FERNANDO.—El tiempo con frecuencia ha vuelto
legítimo lo que antes parecía un crimen: te ha conquistado Rodrigo y debes
pertenecerle. Mas, aunque su valor te haya ganado hoy, habría de ser enemigo de
tu honor si le otorgara tan pronto el precio de su victoria. Por retrasarse
vuestro casamiento no se quebranta una ley, según la cual, sin señalar plazo
alguno, le perteneces. Tómate un año, si lo deseas, para enjugar tus lágrimas.
Rodrigo, entretanto, hay que coger las armas. Después de haber vencido a los
moros en nuestras riberas, abate sus designios, rechaza sus tentativas, ve
hasta sus dominios a hacer les la guerra, a mandar a mis ejércitos y a saquear
sus posesiones: al solo nombre de El Cid temblarán de terror; por señor
te designan y te querrán por rey. Mas sé fiel siempre en el curso de todas tus
hazañas; vuelve, si es posible, más digno de ellas aún, y hazte estimar tanto
por tus grandes acciones, que sea entonces un honor para ella el casarse
contigo.
DON RODRIGO.—Para poseer a Jimena y en
servicio vuestro, ¿qué se me puede ordenar que no lo cumpla mi brazo? Aunque
necesite alejarme de sus ojos, señor, es bastante dicha para mí la de poder
esperar.
DON FERNANDO.—Espera en tu valor, espera en
mi promesa, y poseyendo ya el corazón de tu amada, para vencer un punto de
honor que contra ti combate, deja hacer al tiempo, a tu bravura y a tu rey.
Impreso en España Printed in Spain
Acabado
de imprimir el día 12 de marzo de 1977
Talleres
gráficos de la Editorial Espasa—Calpe, S. A.
Carretera
de Irún, km. 12,200. Madrid—U
No hay comentarios:
Publicar un comentario